La esquina
José Aguilar
Solipsismo en palacio
Hablando de amoríos, como toca, acaso venga a cuento recordar que los mitos fundacionales de nuestra cultura escenificaban las turbias zozobras que zarandeaban a la humanidad prehistórica cuando los sentires y los hados sacudían las sus vidas (tan nuestras), divinizando las sus pasiones para poetizar cómo y por qué ocurren las cosas que nos ocurren. Y entre otros, idearon el engendro de Eros, como hijo de dos dioses: Poros, el de los recursos y Penia, la indigente, que lo fecundaron contra natura, embriagados en un festín por Afrodita. Por eso el dios del amor nace contra corriente (a/mor: contra lo reglado), con su alma paradójica, siempre necesitado y hambriento (por su madre) y a la vez, siempre amador audaz y urgido en maquinar recursos y excusas (por su padre). El resultado es un Eros heteróclito, idóneo para explicar por qué brotan, mueren y reviven los afectos o que a la vez se pueda ser sofista y virtuoso, urdir celadas o dar la vida. Un Amor que para Ovidio es una caza en la que, según Maquiavelo, el varón usa jabalina y la hembra teje su tela arácnida de hilos invisibles. Un Amor que, en Quevedo, es a la vez hielo y fuego. Un filón literario y filosófico inagotable para códigos y leyendas universales, que nos hablan de instintos reproductores, artificios de cortejo inverosímiles, exhibicionismos y obsesiones de atracción o repulsión irreprimible, de cantos y danzas que giran y maquinan, en tromba, para ganarse ese gran rompecabezas humano que es el consentimiento del ser amado. Aunque, al cabo: ¿existe el libre albedrío? O, ¿no será que consentir sea un hecho operativo, una convención para hacer factible el deseo y la convivencia, a través de lo consentido? Porque lo cierto es que nadie sabe bien cómo ni por qué se decide esto y no aquello, y por eso existen rectificaciones y nulidades sin fin, como paliativos necesarios. Aun así, el consentir se erige en eje central de toda relación social: contratos, matrimonio, trabajo: todo gira sobre lo que se dice querer o no querer. Y no siempre verbalizando lo querido, porque las expresiones tácitas, gestuales, corporales implícitas o proactivas son tan ciertas como las escritas: y en asuntos de amoríos aún más. ¿Y todo este guirigay sintiente y de sobrentendidos, se va a clarificar de un plumazo, tras miles de años de caos y líos, con una norma voluntarista como la ley Sísi? Pobres jueces y sobre todo, pobres justiciables.
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