La tontuna gastronómica

En un mundo de desigualdades, la única gastronomía digna es la de los pobres

Siento especial simpatía, cada vez más, por los bares humildes de España. Por esos pequeños negocios ubicados por lo general en carreteras, polígonos industriales, pueblos y zonas de la España vaciada, que te permiten desayunar o comer dignamente, sin alardes exquisitos ni pamplinas culinarias, por muy pocos euros. Locales familiares donde trabajan a diario personas muy sacrificadas para poder ganarse la vida dignamente. Lugares donde una cerveza y un simple pincho de tortilla te dejan satisfecho, y donde la atención que recibes de los dueños o empleados te hace ver la vida de todos los días como un currante más, una criatura del montón afanada en sobrevivir. Viene todo esto a colación porque, en el extremo opuesto, cada vez soporto menos el postureo de la llamada alta cocina y de sus decadencias ridículas, inasumibles. En esto de valorar la gastronomía trocada en supuesto arte, en cultura creativa de postín o fingida exaltación de talentosas genialidades, hace ya un tiempo que se nos fue la mano. El territorio de la comida debería ser un ámbito exclusivo de la supervivencia, de la cobertura de mínimos dignos. En ese lugar se enmarca la más genuina y esencial cocina tradicional, adaptada a las formas de vida condicionadas por cada territorio y sus recursos propios, en una relación de respeto para consumir con una política de austeridad y no de depredación o destrucción del medio. Así lo he entendido siempre y por todo ello he defendido las gastronomías populares frente a imposturas de toda especie; cocinas de sabiduría y modestia condensadas, depuradas, durante siglos. Esta gran cocina es como la arquitectura clásica y sus órdenes; posee un discurso propio y optimizado desde hace mucho, que no permite aventuras creativas reseñables. Una sociedad con tiempo y dinero para malgastar en pirotecnias culinarias, en probaturas travestidas de refinamiento, es una sociedad enferma, profundamente decadente y ridícula. Y es, al mismo tiempo, una sociedad de falsa moral, de ética muy discutible. Gastar mucho en chorradas culinarias es la constatación de un fracaso cultural y la certificación de una vergüenza. Dicho de otro modo: en un mundo de profundas desigualdades, donde millones de criaturas no tienen nada que llevarse a la boca y otras muchas, al mismo tiempo, depredan los recursos como si no hubiera un mañana, la única gastronomía digna y salvable es la de los pobres. Y todo lo demás son tonterías inasumibles, arrogancias de pijos malcriados que no saben lo que es la vida.

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