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En 1934 pintó Francisco Soria Aedo, importante autor de la época nacido en Granada en 1898, un cuadro de gran formato titulado “Turba sin Dios”, sobre un acontecimiento que presenció él mismo a las puertas de un templo madrileño, en el contexto de la quema de iglesias y conventos y la destrucción del patrimonio religioso que comenzaron durante la Segunda República. En la obra aparecen un grupo de exaltados anarquistas destrozando la imagen de un Cristo crucificado, quemándolo, astillándolo y troceándolo. Uno de los salvajes se ha vestido, para hacer mofa, con una de las casullas robadas del templo saqueado. El pintor presentó la obra a la Exposición Nacional de Bellas Artes sin obtener galardón alguno. Tuvo que cambiar el título por el de “Composición” para evitar una polémica que, a la postre, fue inevitable. La España de izquierdas le tachó de fascista y tras el estallido de la Guerra Civil fue detenido y llevado preso a una checa. Fue condenado a muerte pero logró escapar, marchando a Valencia donde un grupo de pintores amigos republicanos le protegieron. Tras la guerra, Soria Aedo envió su cuadro a Brasil para que su amigo Pedro Antonio, el pintor pulpileño, que allí residía, lo mantuviera a salvo. Tras su muerte, ya en los setenta, sus descendientes consiguieron traer de vuelta a España la obra. El cuadro, de excelente ejecución y algo sobreactuado, es pieza única sobre un tema nunca más tratado en la pintura española, pese a retratar unos hechos que se repitieron por toda la geografía nacional. El ataque de unas exaltadas izquierdistas hace pocos días a un gran cuadro de Garnelo sobre el descubrimiento de América en el Museo Naval, llevó de inmediato mi pensamiento hacia la “Turba sin Dios”. Ese ataque y otros muchos que, del mismo pelaje, vienen perpetrándose desde hace varios años en museos relevantes. La gentuza que en estos menesteres reivindicativos se afana es en realidad del mismo pelaje y condición que los salvajes destructores de retablos e imágenes durante la Segunda República y la Guerra Civil; son sus hijos más preclaros, sus herederos directísimos. Y pese a la pose ideológica o la intención política que dicen moverles, en realidad, en lo más profundo, solo subyace un desprecio y odio viscerales nacidos de la mediocridad y la ignorancia hacia la obra de arte, por ser ésta la expresión más reseñable del talento humano. La persecución y destrucción del arte es el Muera la inteligencia, en suerte de talibanismo feroz, que tanto abundó -y abunda- en las dos Españas.
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