
Libertd Quijotesca
Irene Gálvez
Sabemos que nos mienten
últimamentese me antoja cada vez más frecuente echar de menos a un amigo, un vecino, alguien conocido, del que luego me entero que ha muerto. De hecho, hay que ver la cantidad de gente que conocía, de mi edad o cercana, que ya no existe. Y esto, existir o no existir, vivir o no vivir, nacer y morir, ha ocupado mi pensamiento quizá en demasiadas ocasiones estos últimos tiempos. El hombre es el único ser de la Creación que sabe que va a morir. Y, por eso mismo, el único que no supera y nunca superará su finitud, su limitación en el tiempo. Su vida siempre será breve en comparación con la que podría haber sido de no mediar sus propias circunstancias –yo y mis circunstancias; en eso tenía razón Ortega–. De hecho, esa certeza de la muerte física ha dado lugar, desde el principio de la Humanidad, a la invención de una segunda vida, esta sí, eterna, que venciera a la invencible muerte. Ha dado lugar a las religiones, a las supersticiones, a la magia, a los oráculos y horóscopos, a la charlatanería, al misticismo, etc. Y también a los diversos sistemas filosóficos. Todo, para explicar lo inexplicable: que uno ha de morir. Que después de uno, el mundo seguirá –“sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando”, decía el tango de Gardel–. Todavía me asombra y me atormenta a veces cómo la vida –mi calle, mi casa, mi barrio, mi ciudad, las cosas y los sitios que me emocionaron una vez o durante toda una época– siguen ahí después de muertos sus protagonistas. Y sobre todo cómo seguimos viviendo como si nunca fuésemos a morir. Pero claro, qué hacer si no. Uno se da cuenta de lo equivocado que estaba, de lo erróneo de su vida, cuando “le ve las orejas al lobo”, cuando siente la muerte en las proximidades. Han muerto muchos amigos a una edad en que no deberían. Hay que consolarse con esa estúpida expresión, tan manida: “la Vida sigue”. Claro. Pero es la Vida, no mi vida, ni la de aquel amigo, aquel familiar o aquel vecino. La Vida, con mayúscula y sin concretar. Quienes han encontrado el consuelo a esta estupefacción en la religión tienen suerte. No digo que estén en lo cierto, de que sepan el secreto de la vida y la muerte, etc. Digo que se consuelan. En nuestra mente no cabe el no existir. “¿Adónde vamos después de morir?”, me preguntó un alumno. A donde estábamos antes: a la nada. Y el mundo sigue. Y la Vida sigue. Y los demás continúan. La no existencia es inconcebible.
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