Metafóricamente hablando

No soy yerma, sino vida

Los montes que circundaban las huertas, respondían al rocío y a la humedad del ambiente llenándose de aromas

La mañana era gélida, la hierba, cubierta por una fina pátina de escarcha, parecía plastificada. Encendió el fuego, y observó el camino de grava blanca flanqueado de pensamientos a uno y otro lado, dándole pinceladas de color. Adoraba esa estampa invernal, tan unida a los recuerdos de su infancia. Muchas veces había escuchado que esta era tierra seca y yerma, y nada más lejos de la realidad. Las ruidosas acequias cruzaban los bancales, inundando una tierra fértil, que agradecía el agua con aquellas magnificas parras, tupidas de pámpanos, bajo los que se escondían racimos de granos dorados, que aguantaban las largas travesías en barco hasta llegar a las mesas de países remotos. Hoy las parras habían sido sustituidas por naranjos, limoneros, olivos y otros frutales, cuyas hojas llenaban la vista de todos los tonos del verde, y frutos de los más diversos colores. Hasta donde se perdía la vista, los bancales, con sus balates de piedra, construidos por generaciones de hombres duros, de manos agrietadas y rostros curtidos por el sol, habían desplegado sobre la tierra fría y húmeda, una alfombra verde y amarilla, de humildes campanitas, a las que llamábamos "agricos". Los montes que circundaban las huertas, respondían al rocío y a la humedad del ambiente, llenándose de plantas aromáticas: el verde pajizo del tomillo se había cubierto de las más diversas tonalidades, que iban del violeta al rosa, las retamas se alzaban orgullosas con sus largas ramas repletas de flores amarillas, como si hubiese estallado una bengala sobre ellas y en lugar de fuego cayese sobre las plantas una lluvia de diminutas y delicadas flores, las "flores de mayo"empezaban a verdear sobre la tierra, en unas semanas se llenarían de finos tallos repletos de flores minúsculas, esperando las manos que las cortarían ávidas, para formar los delicados ramos que durarían todo el año. Y te llaman yerma y seca, pensó. Las llamas habían convertido la leña en rojos trozos de carbón incandescente, que daban al ambiente un cálido color anaranjado. Por la amplia ventana que daba al este, entraban unos primeros y tímidos rayos de sol, que iluminaban el campo, derritiendo la escarcha sobre la hierba. A lo lejos, el pueblo se llenaba de pequeñas columnas de humo, las chimeneas encendidas delataban que sus habitantes comenzaban el día. Dentro de poco, las calles aún desiertas, se llenarían de gente que iría de un lado a otro, los niños con sus mochilas sobre los hombros correrían hasta el colegio, deseando ya la hora del recreo. Nadie llevaba legañas en los ojos, la tierra no era seca, ni yerma, era fértil y rica, olvidada y maltratada durante decenios, pero poblada por personas que luchaban todos los días por que fuese el paraíso que ella estaba disfrutando en esta mañana de invierno: VERDE Y BLANCA.

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