La tribuna

Corrupción y justicia

Corrupción y justicia
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Manuel Espinosa
- Magistrado

En estos días de noticias frecuentes sobre casos de corrupción no puedo dejar de recordar aquella frase de un experto en la materia, cuando advertía que la corrupción es una cuestión de oportunidad, es decir que basta con que exista la posibilidad de que alguien se apropie de caudales ajenos para que este proceso se repita. Lo llevamos viendo desde hace muchos años en España.

La lucha contra la corrupción y el blanqueo de capitales, que suele aparecer cuando las ganancias son exorbitantes y en poco tiempo, son una lacra en muchos países, hasta el punto que determina su bajo nivel de actividad económica. Este fenómeno tiene influjo sobre el PIB de un país, puesto que si es muy elevado el grado de corrupción se genera una inseguridad jurídica que reduce la inversión o la encarece a costa del contribuyente.

Para combatirla los expertos han elaborado una serie de medidas que van, desde la prevención del problema, en la fase de contratación o gestión de fondos públicos, mediante su fiscalización por organismos independientes, tanto en la fase de inicio del gasto, como hasta un momento posterior de comprobación del uso adecuado de los fondos públicos, como sucede en España con el Tribunal de Cuentas. Finalmente estaría el control ex post facto, mediante la intervención de los Tribunales de justicia en la búsqueda de ilícitos penales.

Sabido es que los controles administrativos se suelen obviar mediante el consenso del corruptor con le empresa o sujeto a quien hay que adjudicar la obra pública y, en definitiva, entregar unos fondos públicos. Por ello el control después del acto no solo es la única manera de intentar recuperar la legalidad quebrada, sino también la única manera de sancionar a los infractores de los ilícitos penales.

En esta fase de restitución del orden jurídico, vía judicial, es donde aprecio unos fallos que se mantienen en el tiempo y en los sucesivos gobiernos. La lentitud de la Administración de Justicia es clamorosa. No hay que buscar mucho para encontrar procesos penales que duran años, lustros o decenas de años.

A pesar de que Alonso Martínez advirtiese en 1882, en el prólogo de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que los procesos a veces “duran ocho o más años” y “es frecuente que no duren menos de dos”, con el consiguiente perjuicio a los procesados, sin embargo, después de más de 130 años esta advertencia de poco ha servido. En efecto, abundan los procesos penales que duran más de diez años. Solo bastará con citar el caso de la Operación Poniente como botón de muestra, con sus 16 años, aunque nos encontramos con casos de corrupción de hace más de diez años o más. Cuando menos se emplean cinco o más años en tramitar los sumarios, como en el caso mascarillas de tan reciente actualidad.

Ciertamente se ha tratado de poner coto a esta falta de agilidad de la Justicia mediante la fijación de plazos para instruir procesos, pero parece que las prórrogas no han surtido el efecto deseado. Por no hablar de la lentitud de los asuntos civiles que bien pueden llegar a esos plazos, sobre todo cuando el propio Tribunal Supremo está tardando más de dos años en admitir o denegar un recurso de casación, que si se admite hay que esperar otros tantos años.

El efecto que produce esta lentitud es diverso: desde desconfianza y falta de denuncias, por no creer en una respuesta del sistema en un tiempo razonable, hasta impunidad ante la ineficacia del proceso penal y de la sentencia, como son la sanción al infractor, restitución de la legalidad y satisfacción a los perjudicados. Es cierto que un viejo aforismo dice que “la Justicia tarda pero llega”, pero también es verdad que “una Justicia lenta puede ser una injusticia”. Si la impunidad campa es fácil que la corrupción se reitere, ante la falta de una respuesta del sistema.

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