CORONAVIRUS ALMERÍA

El confinamiento en el despoblado

  • Las calles de las localidades con menos de 300 habitantes se quedan todavía más vacías durante el encierro de sus vecinos en sus casas

José López Nieto, trabajador de la limpieza de residuos en Turrillas y exalcalde del municipio, junto a su familia durante el confinamiento José López Nieto, trabajador de la limpieza de residuos en Turrillas y exalcalde del municipio, junto a su familia durante el confinamiento

José López Nieto, trabajador de la limpieza de residuos en Turrillas y exalcalde del municipio, junto a su familia durante el confinamiento

Por sus estrechas y adoquinadas calles la vida se ausenta de forma más prolongada de lo que ya suele hacerlo durante el resto del año. Los vecinos ya no coinciden en las tiendas, algunas hoy todavía abiertas para proporcionarles productos básicos de alimentación o higiene, ni en los bares y restaurantes, que bajaron sus persianas y que en el pueblo tampoco tienen demanda suficiente como para seguir abiertos mediante el envío a domicilio.

El confinamiento decretado por el Gobierno para tratar de evitar la propagación de casos de coronavirus Covid-19 ha hecho todavía más silenciosos pueblos que ya de por sí no tienen el bullicio de grupos de niños correteando por sus calles o jugando a fútbol en la plaza, donde la población languidece y es, además, bastante menor en su día a día de lo que indican los censos.

Estas localidades de la llamada España vaciada, de la Almería despoblada, no llegan siquiera a los 300 habitantes oficiales. Algunos de ellos, incluso, no llegan a la gente que puede vivir en alguno de los grandes edificios de la capital con cinco plantas y ocho viviendas en cada una de ellas, con una media de cuatro personas por casa.

Son pueblos como Benitagla, 58 habitantes. Beires, 110. Castro de Filabres, 123. Alcudia de Monteagud, 152. Almócita, 169. Cóbdar, 171. Otros rondan los 200, Laroya, Olula de Castro, Suflí, Alicún, Santa Cruz de Marchena, Bayarque. Alguno más puede presumir de contar con algunas familias más, Bentarique, Turrillas, Velefique, Bacares, Benizalón. Chercos y Senés apuntan hacia las tres centenas. Eso, los censados. Residentes, menos.

Con tan poca gente, uno podría pensar que el confinamiento pudiera ser algo menos estricto y que la gente podría estar más tiempo en la calle, fuera de casa. Nada más lejos de la realidad. En estas localidades, donde la pirámide de población refleja un claro predominio de personas mayores, estas están bien concienciadas de que es en casa donde deben y donde mejor van a estar. Salidas mínimas a hacer la compra, las que pueden, y a las que no siempre hay alguien dispuesto a llevársela a casa. Puede ser un hijo, un vecino, servicios sociales provinciales e incluso los mismos alcaldes.

Sí se benefician de algo más de “manga ancha” aquellas personas que tienen cultivos y/o ganado. El hecho de tener cortijos permite que puedan disponer de un rato al aire libre mientras alimentan a sus animales, los sacan por el campo o riegan sus cosechas.

En Santa Cruz de Marchena, Paco, un trabajador agrícola de 53 años que acaba de comenzar a percibir una prestación por desempleo de 430 euros, cuida de su padre, que este jueves cumplió 85 años, y su madre. Allí, con 208 habitantes censados, pasa el máximo de tiempo posible en casa y “haciendo lo que se puede”, básicamente, “mantener el máximo de higiene posible y no relacionarnos con nadie del exterior”.

En el pueblo, “la gente está en su sitio y se sale a lo mínimo, a comprar el pan, porque no tenemos otro tipo de servicios”. Allí, “hasta el consultorio lo han cerrado y hemos tenido que llamar para que nos recetaran las pastillas e ir a recogerlas a la farmacia”, cuenta.

Paco cuida de sus padres en la vivienda que comparten en Santa Cruz de Marchena Paco cuida de sus padres en la vivienda que comparten en Santa Cruz de Marchena

Paco cuida de sus padres en la vivienda que comparten en Santa Cruz de Marchena

Paco es uno de esos ejemplos de propietario de fincas que solicita “algo más de flexibilidad” en este entorno rural. “No soy quién para decidir, pero en nuestro entorno, que tenemos lo que se supone que vamos a comer, si no nos dejan preparar nuestras propias fincas, no podemos regar, y si no regamos perderemos todo lo que hemos plantado para comer. No queremos estar en la calle, pero sí individualmente donde nadie más va a tocar. Teniendo un bancal ahí, es mejor tener cebollas o naranjas propias que tener que bajar al Mercadona”, apunta.

Sí sale al campo con sus ovejas José Ramón, propietario de un restaurante en Benizalón que permanece cerrado desde el decreto del estado de alarma en todo el país. En este municipio de 254 habitantes censados, la gente cumple también estrictamente con el confinamiento y solo se la ve salir “a comprar, cuando viene el panadero, y los sábado cuando traen las verduras”. Eso sí, todo, también la carne, viene ya encargado previamente, en su bolsa individual para cada cliente.

José Ramón, con sus hijos, en la terraza de su vivienda en Benizalón, donde ha tenido que cerrar su restaurante durante este periodo José Ramón, con sus hijos, en la terraza de su vivienda en Benizalón, donde ha tenido que cerrar su restaurante durante este periodo

José Ramón, con sus hijos, en la terraza de su vivienda en Benizalón, donde ha tenido que cerrar su restaurante durante este periodo

En su casa, José Ramón tiene “más libertad porque tenemos bastante anchura y casas grandes”, y aunque también opina que “podía haber algo más de flexibilidad, guardando siempre las pautas que nos marcan”, sí que la gente está concienciada con mantenerse en casa. Aun así, tiene una vía de escape con sus ovejas, porque “a los animales hay que echarlos todos los días al campo”.

En Turrillas, 240 habitantes, José López Nieto, alcalde por el PP en la legislatura 2011-2015 y concejal durante 18 años en este municipio, asoma una vez en semana para alimentar a sus animales. “En Turrillas hay muchas personas que se dedican a la agricultura y la ganadería y viven en cortijos. Esas personas sí tienen algo más de libertad, no tienen más remedio, y en su entorno no entra ni sale nadie, en los cortijos hay otras condiciones distintas a los pueblos. Luego hay otras personas, como yo, con terrenos y animales pequeños, perros, gallinas y conejos a los que se puede llevar comida una vez en semana, pero lógicamente los que viven en el campo llevan el confinamiento mucho mejor”, explica.

José es trabajador de la limpieza, concretamente en residuos sólidos y urbanos del Consorcio del Sector II, así que forma parte del personal de primera necesidad que sigue trabajando fuera de casa durante el confinamiento. Hace su turno de 4 a 11 de la mañana, “tomando todas las medidas de precaución, con mascarillas y guantes de látex y con el máximo cuidado para intentar no pillar la infección”. Cuando llega a casa, desinfecta el camión y pasa el día con su esposa, que es la que va a hacer la compra tanto para ellos como para las personas mayores de la familia, y sus hijas, que permanecen en la vivienda.

En Turrillas, “el pueblo es muy pequeño y la población es muy mayor y están llevando el confinamiento a rajatabla, no sale ninguno. Algún familiar les lleva la compra y el alcalde se pasa por las casas en las que viven mayores solos para ver si necesitan alguna cosa”, añade. En cuanto al trabajo, se nota el cambio en la zona de actividad: “En Tabernas, ha bajado la cantidad de residuos donde estaban los bares, polígono y negocios de la carretera, pero en las zonas residenciales hay lo mismo que antes o incluso más”, explica.

También de primera necesidad es la carnicería de Isabel en Velefique, 242 habitantes censados. En su caso, es mucho más palpable el confinamiento de la población. Antes de la crisis sanitaria, eran pocos los vecinos que se acercaban para llevarse algo de carne, pero desde el estado de alarma “hay días que viene uno, días que dos, y días que no viene nadie”.

Isabel pasa el día “encerrada en casa con los nietos”, de 4 y 2 años, a los que el cerrojazo nacional les pilló en el pueblo. Su hija y madre de los niños trabaja en el Hospital de Torrecárdenas y fue a pasar el fin de semana del 14 y 15 de marzo, y allí tuvo que dejarlos. “Cuando viene alguien a la carnicería, salgo y les atiendo, pero al no venir nadie de fuera tampoco hay movimiento”, dice. En su casa, la única persona que sale es su marido, “cada tres días a darle algo de comer a los animalillos y a acercar la compra a la puerta de la casa de los bisabuelos”, los suegros de Isabel.

Otro servicio de primera necesidad es el que da Rosario en su farmacia en Almócita. Allí, con 169 habitantes censados, “realmente podemos estar unos 70 en el pueblo”, comenta. La situación en este pueblo de la Alpujarra es algo peor y hay más temor a medida que ha ido avanzando y expandiéndose el virus. “Tenemos mucho miedo y no tenemos medios. No tenemos mascarillas en condiciones, con guantes hemos tenido la suerte de una caja. Hemos estado expuestos, aislados y no como con mi familia, en la que tenemos personas que pueden ser vulnerables”, expone. Solo una mascarilla, “y la hemos conseguido desde fuera”.

A la farmacia llegan pocos clientes. Por lo general, cuando se trata de personas mayores, quien va es la persona que les cuida. También atiende a domicilio, una vez que cierra la farmacia. “Antes sí se veía algo más de gente por el pueblo, pero ahora no. Alguna persona que viene a la farmacia o que va a comprar cosas básicas. Ya sí que no se ve a nadie por las calles. Ahora sí se está cumpliendo el confinamiento”.

Los vecinos ya no salen de casa. Las pocas veces que lo hacen, rara vez se cruzan con otros. Si acaso, un saludo con un ligero movimiento de cabeza, siempre a un metro o metro y medio de distancia. Las calles han quedado más desiertas allí donde la población mengua en número y crece en temor. Son los pueblos sin el pueblo. Es el confinamiento en el despoblado.

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