Hay árbitros buenos, regulares y malos, como hay periodistas o dependientes buenos, regulares y malos. Quien conoce al que suscribe estas líneas sabe que rara vez habrá protestado alguna decisión arbitral, puesto que no hay nada como coger un silbato y pitar un amistoso para ver la dificultad que entraña tomar decisiones tan rápidas en milésimas de segundos. Hay también árbitros prepotentes y otros educados, como ocurre en cualquier gremio. Lo que parece claro es que los diferentes estamentos deberían mostrar el máximo de los respetos a jóvenes de 15 ó 16 años que sacrifican sus fines de semana por unos pocos euros, llevándose parte de esa cantidad peces gordos sentados en el sofá. Es algo que se debería revisar, como la decisión de hace unas semanas de que el colegiado que reflejó insultos racistas en un partido de categoría sénior tuviese que demostrar esos gritos, lo que invita a pensar que la próxima ocasión que vuelva a ocurrir lo mismo, el trencilla se lavará las manos, sin querer complicarse en exceso ante la pasividad de quienes abogan por luchar por temas como el racismo, pero sólo de cara a la galería.

Tampoco se entiende que el comité arbitral designe a colegiados de municipios pequeños para dirigir encuentros de partidos del equipo del pueblo frente a otros de la capital, habiendo incluso militado, como es normal, en el club antes de arbitrar. En partidos de categorías bases el problema no debería existir. A priori. Pero es inadmisible que suceda en encuentros de sénior, con numeroso público en el campo, con lo que eso conlleva. Ni jugar como visitante ni arbitrar en determinados pueblos ha sido nunca sencillo, pero si encima se le suma este factor, el futbolista afronta un encuentro en el que la dificultad se multiplica. Y la culpa parte desde el comité arbitral por esas designaciones.

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