Ortega y Gasset dijo que el ilustre hijo de Vilanova era el logos, la más pura y elegante inteligencia de España. No hemos olvidado su nombre y su apellido; proyectado en aquel enunciado de Ernesto Sábato: «Un buen escritor expresa grandes cosas con pequeñas palabras; a la inversa del mal escritor, que dice cosas insignificantes con palabras grandiosas». 
     El mar de Ulises vuelve a nosotros en el pergamino, que hallamos a la sombra de otro; mientras la prosodia interpreta un haikú en su redacción original. Porque esto mismo es la prosa de este escritor de periódicos: artículo,  que leemos como semántica, que ha sido álgebra cercana entre la gente que esperaba a la entrada del Palace la relectura que fulge como una generación.
     La Cuesta de Moyano homenajea el diálogo de un columnista irrepetible con las páginas más queridas: inolvidable, entre todas las memorias. Camba era la otra metáfora del estilo en la venturosa entrevista del instante. En el docto lugar de la estilística, se inclina la luz dispersa en su larga recta; y la escritura se hace permanente para saber quiénes éramos. Soñando lo que sucedió en el pasado; más allá de la literatura. Quizá en la semblanza del otro periodismo. Ya, a la luz del día.

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