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Julián López es un maestro del toreo. Cuantos más años cumple, más sublime se hace su concepto. La tauromaquia del diestro madrileño parece una novela escrita entre la dehesa y el ruedo, entre el silencio de los campos y el tendido, entre un párrafo cervantino; y otro, azoriniano.
El toreo de Julián es armonía y vocación, eternidad y alba, inteligencia y corazón. Su capote, cuando se despliega, parece un soneto del Siglo de Oro, entre una verónica y un farol; entre una larga cambiada y un delantal; entre una sonata y una melodía; entre una metáfora y una guitarra de Jerez. Su muleta tiene temple belmontino y cadencia gallista, naturalidad rondeña y misterio ojedista, pulcritud antoñetista e inspiración pepeluisista. Para llegar a ser sentimiento y flamenco en el aura de un lienzo velazqueño. Ver torear a Julián equivale a leer con la medida del tiempo aristotélico los volúmenes de don José María de Cossío, y de don Antonio Díaz-Cañabate: maestro y discípulo, en la alegoría de los momentos que se eternizan. Almería tendrá la suerte de paladear, un año más, el gusto exquisito de una tauromaquia: espléndida en su interpretación y en su realismo mágico; en su épica y en su inconfundible acento.
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