Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Era tan grotesca la imagen de los tiranos intercambiando confidencias referidas a sus húmedos sueños de longevidad que lo cómico de la escena podía encubrir su carácter siniestro, sobre todo teniendo en cuenta que Rusia y China han reforzado su alianza y que especialmente la segunda, gracias a su formidable expansión de los últimos tiempos, está hoy en condiciones de disputar la primacía no sólo comercial del planeta. Tampoco puede el actual presidente de los Estados Unidos presentarse como dechado de virtudes, pero frente a los dirigentes de los países más o menos democráticos, que pintan cada vez menos en el panorama internacional, los déspotas tienen la ventaja de no necesitar elecciones –cuando se someten a ellas, tampoco se esfuerzan por aparentar que no están amañadas– para mantenerse en el poder por tiempo indefinido. Se comprende entonces la preocupación de los veteranos líderes asiáticos por vivir largas décadas, cien o más años, siglos o milenios si fuera posible, para alcanzar esa casi inmortalidad que fue la aspiración de las dinastías –sin ir más lejos la del Brillante Camarada, que escuchaba sonriente a sus pares, debe de ser el único norcoreano con sobrepeso– y lo es ahora de los individuos, gracias a los prodigiosos avances de la ciencia. Es curioso el modo en que han evolucionado los dos grandes regímenes comunistas de la Historia, hacia una especie de implacable neozarismo o hacia una férrea dictadura híbrida que se mantiene fiel a los símbolos –Mao, el mayor asesino de masas del siglo XX, sigue teniendo un lugar en el imaginario oficial de China– pero no o no del todo a la ideología, aunque perviven el ya centenario partido único y algunas consignas de la propaganda asociada. Formados en el viejo orden de la Unión Soviética o de la República Popular, que no ha modificado su nombre después de abrazar el capitalismo salvaje, los dos dictadores llevan muchos años en el cargo y es poco probable que hayan pensado en retirarse. Están acostumbrados a moverse entre encallecidos ancianos cuyo único problema –purgas aparte, o revoluciones dentro de la revolución como la sanguinaria de la joven guardia– era que también ellos, los privilegiados integrantes de la casta, estaban sometidos al imperativo biológico. Pero los tiempos cambian y se los ve animados. No es raro que fantaseen con prolongar al máximo sus valiosas e insustituibles vidas para seguir disfrutando de las mieles de la autocracia.
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