La cultura de la memoria

25 de mayo 2025 - 03:12

Falleció hace unos días, a la edad de 103 años, Margot Friedländer, ciudadana honorífica de Berlín, adonde regresó en 2003, tras vivir seis décadas en Nueva York, para recordarle a la juventud alemana el horror nazi del que ella fue víctima. Para revelarse, también, contra la cultura del olvido y concienciar al mundo, sin odio, sobre el trágico destino al que nos condena la indiferencia ante los fanatismos políticos. Un empeño que ha contribuido a que en Berlín conserve hoy, tan viva, una cultura de la memoria afanada en mantener su rechazo frente a las ideologías fascistas y los populismos salva patrias que tanta sangre han derramado en la historia reciente. Por eso allí, en pleno centro berlines, se alza el impresionante monumento en Memoria del Holocausto que exterminó a millones de judíos. Allí también se rememora los desvaríos comunistas en la zona soviética, con los restos del infausto muro divisorio o exposiciones sobre la Stasi, la policía especializada en la intimidación y control sobre la población. Se trata, en fin, de preservar recuerdos sobre los discursos de la exclusión por raza o credos, y sobre la fragilidad real de regímenes políticos en apariencia poderosos, como fue en su tiempo Weimar, cuando la sociedad civil y sus medios frivolizan los rebrotes de radicalidad con el que piense diferente. Un talante social proactivo en exhibir su pasado que contrasta con el desprecio de las doctrinas nacionalistas al uso en este país, al banalizar, como ocurre en Cataluña, o suprimir, como ocurre en Euskadi, cualquier signo, que rescate la memoria colectiva sobre el terrorismo o que ofrezca una visión realista de la toxicidad del supremacismo diferencial o del desprecio por el dolor de las víctimas. Y que, para ello, se imponga una imagen histórica sesgada, que impide que las nuevas generaciones logren una comprensión crítica del valor de la tolerancia para convivir. Al punto que una mayoría de la juventud vasca, lo desconoce todo sobre ETA o Miguel Angel Blanco, o sobre el papel de Bildu, y sus sosías, en los años en que se exiliaron decenas de miles de vascos huyendo de aquel ambiente del terror. Una juventud que crece y se educa hoy cautiva de relatos doctrinarios ante la indiferencia de las instituciones que deberían recordar aquel aserto de Borges de que el humano acaba siendo solo lo que sea su memoria, que es la que da sentido a su vida. Y que, sin ella, el futuro volverá a ser pavoroso.

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