Ni es cielo ni es azul
Avelino Oreiro
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La alergia a Israel se extiende por toda Europa y es lógico que así sea. Las noticias y las imágenes que llegan desde Gaza lleven meses estremeciendo cualquier conciencia que albergue un mínimo de humanidad. En occidente, y tras meses de una pasividad culpable, los Gobiernos empiezan a tomar postura espoleados por una opinión pública que ve cómo se han rebasado hace mucho tiempo los límites de lo que se entiende por una guerra y, mucho más, los de la respuesta a la agresión terrorista de octubre de 2023. Lo que lleva a cabo Israel es una guerra de exterminio en la que pretende anular para siempre a los palestinos de Gaza. Y, como decía el pasado domingo en este periódico Jerónimo Páez, nunca hasta hoy occidente había sido cómplice de un genocidio.
En este marco, entra dentro de lo razonable que las movilizaciones contra el Gobierno de Netanyahu ganen terreno en todo el mundo civilizado y que desde colectivos muy diversos se pidan medidas de presión para forzar un cambio de posturas en Tel Aviv, algo que se puede dar por descartado mientras Estados Unidos y Trump sigan detrás de todo lo que está pasando. Que se proteste en la calle contra Israel no sólo es lógico, sino que cabe esperar que la ofensiva popular vaya en aumento en los próximos meses.
Lo que no entra dentro de lo razonable es que ese sentimiento de repulsa se manipule de forma grosera por un Gobierno en dificultades y por una oposición incapaz de centrar el tiro. Y eso es lo que está pasando en España. Pedro Sánchez ha decidido convertir el genocidio de Gaza en el terreno en el que ahora le conviene jugar la batalla política de cada día contra el PP. Y los de Núñez Feijóo, una vez más, se dejan arrastrar a donde no deberían de ir y caen en la trampa.
Los incidentes de la Vuelta a España del domingo, en los que el Gobierno jugó con algo tan delicado como la seguridad en la calle, o la polémica recién iniciada sobre el Festival de Eurovisión no tienen otro objetivo que utilizar Gaza para intereses propios. Se manipula un sentimiento legítimo y se retuerce lo que haga falta. Y eso se hace por parte de los que mandan y de los que aspiran a mandar. Es el pan de cada día de la política española y lo que explica por qué la gente cada día se sienta más frustrada.
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