Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Supongo que será otro tipo de fobia personal, -que se une a las clásicas contra el ruido, los fanatismos, etc., y van en aumento-, pero lo cierto es que cada vez que aparece una nueva prohibición legal, que se añade a tantas como hoy cercenan nuestra maltrecha libertad y nos abrasan con deberes invasivos de nuestra privacidad -vean la obligación del cinturón de seguridad, que me protege.., ¿de mí mismo?- algo se rebela en ese entramado emotivo que (des)afina el sentido de vivir. Una perorata reflexiva que surge a rebufo de la nueva prohibición municipal de que no se fume en las playas capitalinas, para velar por la salud y el bienestar de la ciudadanía. Como si la bondad del objetivo antitabaco justificara todos los desbarres del político versátil. O como si cuidar de la salud de los fumadores fuera más una problemática de orden público que una opción individual de cada cual, como creo. Advierto, para evitar equívocos, que no fumo y no aludo aquí a intereses privados. Y que esta diatriba no tiene tanto que ver con la defensa al derecho de fumar, -lo que no pasa de mera excusa ejemplificadora- como con el repudio de la intolerancia y la denuncia indesmayable contra la falacia de la planificación burocrática, convertida en obsesión política, cada día más cultivada entre nuestros próceres. O con la crítica de ese sesgo totalitario de controlar, sin piedad, las actividades personales y sociales de los ciudadanos, a fuer de invadir las esferas privadas y las costumbres o usos que cada uno asuma o adopte para gestionar su vida. Y es que hoy hablo del tabaco, pero ayer ya protesté, o mañana volveré a clamar, contra ese (in)grato vértigo del prohibir por prohibir, con saña, que acaba obsesionando a quien accede a un cargo público, a despecho de que por lo mismo que ningún fumador debe atosigar al vecino con sus malos humos, nadie debería tampoco imponer al resto sus malos humores ni sus personales tácticas vitales, por sanas que le parezcan. Porque al cabo, la lógica nos confirma que lo que mata no es el humo, ni el vino, ni los somníferos o el sexo, sino el abuso conductual en el uso de cada tentación a mano. Sabemos que uno de los pilares de la democracia es que la libertad de cada cual acaba donde tropieza con la libertad del prójimo. Y justo por eso mismo, la libertad política de legislar debiera acabar donde empieza el derecho ciudadano a vivir su vida como quiera.
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