OPINIÓN | Luces y razones
Antonio Montero Alcaide
Las cosas del querer
EL piano de Frédéric François Chopin fue una ventura inagotable y pura. ¡La verdad en sí misma! La poesía que convierte la métrica en sintaxis de la armonía, cuando empezamos a ver la vida como en realidad es. El sendero por el que volvemos a soñar negando la mentira con aquellas lágrimas que algún día nos pertenecieron en el momento de la derrota; estremecida el alma; sola en la infinitud. El piano de Chopin, el aliento de un nuevo día, con las horas recién nacidas en las manos del destino como un poema de Juan Ramón en el dulce retiro de su secreto; más allá de las sinestesias. «Te puedo poner vodka con naranja, un gin-tónic de Larios o bourbon con hielo», escucho. «El alcohol es un "flash-back", que perteneció a Philip Larkin y Kingsley Amis. Prefiero oír las polonesas en la soledad que se derrama en la madrugada como la prosodia de Yeats en su intangible curso; en su interminable esperanza, pasadas ya las campanadas del insomnio en el tablero de aquel recuerdo; incorruptible como un poema de Neruda», la respuesta alguna vez caligrafiada.
La estampa de la vieja literatura volvió a ser noticia en la contraportada de un periódico, que guardo en las estanterías de la pequeña biblioteca en su infalible forma: caótica, eterna en su desorden como si la gramática fuera un espejo roto, que miro al abrir la puerta de aquella habitación tan indefinida como una policromía invisible en su lírica misteriosa. El estilo de Chopin, una danza; un canto perfecto que nos emociona al oírlo triunfante en la alacridad que regresa. Días y noches en los ayeres de la existencia cuando la melodía es la resurrección de las rimas, que no tienen algebra ni clave. Porque el usuario y la contraseña son los mismos que aprendimos leyendo a Rubén Darío en aquella puesta de sol; armoniosa y recordada como un endecasílabo que nos descubre la intimidad; mientras el reloj campanea la onomatopeya del tic-tac, que acaso sea su misma voz. Los ritmos de Chopin, el maravilloso vino que nos hace poetas en la tranquila brisa que, a veces, los segundos nos regalan en la inmensidad del mar, como palabra escrita que siempre vuelve al punto y aparte de la misma página; impresa la estrofa que en cierta ocasión recitamos en los rincones míticos de nosotros mismos.
Aquel retrato del genio. La muerte a los treinta y nueve años. La enfermedad, la tuberculosis. La debilidad. La astenia. La nostalgia. Y el amor de George Sand. El retrato que pintó Eugène Delacroix en 1838. Dividido en dos: el de Chopin, en el museo del Louvre. Óleo sobre lienzo. 45,7x37,5 centímetros. El de George Sand, en el museo Ordrupgaard de Copenhague. El músico y la escritora, unidos en la pregunta que se hace el pintor: «¿Qué música resiste, después de algunos años, al carácter de vetustez que le imprimen las cadencias, las florituras que a menudo le dieron éxito cuando apareció?». Las artes. La delicadeza. El contrapunto. La intensidad que perdura. «Así, vencida por el frío postrero, cuando resuena el silbido infernal de la tormenta, sola en la desnuda rama tiembla una tardía hoja», versificaba Pushkin. ¿Puede ser esta poesía como la obra de Frédéric? Sí. Entendido el intimismo como interpretación. Los nocturnos considerados como poemas. N.º 15 en F minor, op. 48, n.º 2. «¡Somos aves libres: vamos: amigo! ¡Allá, tras las nubes, a la blanca montaña, allá donde brilla la faz de la mar; allá donde paseemos a solas el viento… y yo!». Todo sigue su marcha. «La mano izquierda no debe vacilar ni perder terreno. Haced con vuestra derecha lo que se os antoje y podáis». La tarde es otra vez preciado anaquel, donde lo fugaz es una cualidad que permanece en el profundo significado, con el cual adquiere sentido el murmullo de la vida, que resuena entre sílabas y latidos mientras nos refrescamos con el agua de la libertad que traen las olas antes de perderse Mediterráneo adentro. No hay reproche. Ni amargura. Todo es orden y razón cuando el presente acepta el futuro. ¡Adelante! El tiempo avanza ligero. En las ramas hay todavía hojas que protegen las ilusiones envueltas en el celofán de los instantes. ¿Bourbon? ¿Ginebra? ¿Ron? La balada n.º 1 en sol menor op. 23; y, tal vez, un fragmento inscrito en aquel díptico que aguardamos para imprimir en letra gótica en el momento en que las preguntas sean vencidas por las respuestas. La música y la literatura, de nuevo. Chopin y George Sand. Enamorados entre metáforas que saben bien el camino que hay que seguir. ¿Y luego? El encanto tonal: esperanza infinita como don de lo intemporal. «Si no es para mejorarlo, nunca rompas el silencio». En homenaje a Brigitte Engerer y la infalibilidad de sus dedos; proyectados en la pantalla de la universalidad chopiniana.
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