Rafael Espino Montero
Mi padre falleció hace poco más de un mes. Y duele. Y llevarlo es duro. Como tantos hijos que buscan consuelo entre recuerdos, yendo más allá de lo que dejó en casa, escribí su nombre en internet. Quería ver qué tipo de huella digital había dejado. Y solo aparecía una vez. Era un anuncio publicado en su pueblo natal, Ahillones (Badajoz), anunciando su fallecimiento y una misa en su honor.
Nada más. Ninguna mención. Ningún rastro.
No creo que sea injusto, para nada. No lo es. Pero viniendo mí, alguien que vive rodeado de titulares, nombres y enlaces, me resultó revelador. Quizás, por el afán de sentirlo cerca, uno espera encontrar algo más, aunque solo sea porque estamos tan acostumbrados a que todo quede registrado, incluso lo irrelevante. Y sin embargo, una vida plena como la suya había quedado fuera del mapa digital. Aunque, quizás, que hiciera las cosas bien es el principal motivo por el que su nombre está fuera de la red.
Mi padre era recto, generoso y muy querido. No necesitó ruido para dejar huella. Era conocido en toda la comarca, querido por quienes lo trataron y respetado incluso por quienes solo lo conocían de oídas.
Y ahora que ya no está, pienso que al menos su nombre merece no aparecer en internet para siempre solo por haber fallecido, sino también por haber vivido. Por haber formado una familia, transmitido valores y dejado un recuerdo que no se borra con el tiempo.
Hoy su nombre vuelve a escribirse. Pero esta vez no es una despedida: es una afirmación. Esta carta existe para que, quien lo busque, encuentre algo más. Porque su paso por la vida fue mucho más que una fecha y un lugar.
Y porque, aunque no dejó huella digital, dejó algo mucho más importante.
Huella humana.
Su nombre es Rafael Espino Montero.
Mi padre.
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