En época de cambios, cuando los equilibrios se trastocan y se abren caminos hasta entonces vedados, quien triunfa suele atender antes a las demandas del rencor que al generoso ejercicio del olvido. Entiendo acertada y hermosa la definición que de aquél se nos ofrece en el Panléxico de Peñalver: "Rencor es enemistad antigua, ira envejecida", la memoria terca de un agravio, verdadero o supuesto, que nos dejó en el alma el poso turbio de una permanente herida. La venganza, su hija, el intento de aliviarnos de tal carga, de aprovechar el lance propicio para ajustar cuentas y restablecer una extraña paz matemática.

En Humano, demasiado humano, señala Nietzsche que el individuo que se venga casi nunca sabe lo que en definitiva quiere. Distingue dos tipos de venganza: la inmediata y mecánica, ejecutada todavía bajo el temor de una agresión que se percibe dañina, y aquella otra, meditada, que justamente pretende demostrar lo contrario, la ausencia de temor al oponente, nuestra capacidad para continuar un juego estúpido entre iguales. La primera -indica- deriva del instinto natural de autoconservación y no persigue tanto el mal ajeno como la salvación propia. La segunda, sin embargo, requiere reflexionar sobre las debilidades del enemigo, buscar el punto y el instante exactos para ocasionarle el mayor quebranto. Es la idea de restauración la que preside esta última conducta; no de lo que sin remedio ya perdimos, sino de la simetría que aquel ataque desbarató, de nuestro honor humillado.

Si se fijan, no hay tanta diferencia entre ambas. Al cabo, el castigo que restaura procura también intimidar, contiene cierto elemento preventivo que pone de manifiesto un miedo aún más complejo: el que nos produce el hecho inasumible de que a nosotros éste no se nos tenga. De ahí la conclusión de Nietzsche y el absurdo de un proceso del que nadie logra salir indemne.

No resulta fácil escapar de semejante círculo. La inacción, por ejemplo, puede ser apreciada por el adversario como desprecio y éste, a su vez, como la forma más refinada y cruel de venganza. No se romperá, en ese caso, lo ilógico del discurso, ni se evitarán nuevas afrentas.

Queda el no parecernos al rival, método sólo al alcance de espíritus selectos y que Marco Aurelio consideraba óptimo, y un pensamiento avisador de Voltaire que quizá tendríamos que recordar todos en estos días de plomo: "Quien se venga después de la victoria es indigno de vencer".

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