Agricultura

El otro 'mar de plástico' de Almería: "La uva perdió su valor y probamos con el invernadero"

Isabel Fornieles lleva un cuarto de siglo en el invernadero. Isabel Fornieles lleva un cuarto de siglo en el invernadero.

Isabel Fornieles lleva un cuarto de siglo en el invernadero. / Javier Alonso

Escrito por

· Carlos Javier Lillo

Redactor de Finanzas y Provincia

Seguro que es el lector de este rotativo capaz de adivinar el coste que supone un metro de invernadero en un municipio como Santa Fe de Mondújar, donde hay otro peculiar ‘mar de plástico’. Resuelve este peculiar acertijo Antonio Martínez, que lleva medio siglo en el sector agrícola. “Un metro de invernadero vale unos 30 euros”, confiesa a este periodista. Estrujando las neuronas arranca un reportaje que pretende dar a conocer una realidad y un aniversario. Por empezar por la onomástica, el invernadero que tanto Javier Alonso como este reportero visitan cumple este año un cuarto de siglo. Fue obligado ante la necesaria reconversión del interior de la provincia, incapaz de seguir rentabilizando las parras.

“La uva ya no valía nada y probamos con los tomates”, cuenta Isabel Fornieles, quien es capataz, madre, esposa y suegra de quienes trabajan, como ella, la tierra. A su hija le ha dado una tregua durante la visita de los periodistas pero no escapa su yerno, Fran, que probó suerte en la campo harto de las condiciones de su antiguo oficio, la hostelería. “Todos los principios son malos pero de los errores se va aprendiendo”, explica Fornieles, aunque el diagnóstico lo comparten los dos.

Dos generaciones unidas por su pasión por el campo. Dos generaciones unidas por su pasión por el campo.

Dos generaciones unidas por su pasión por el campo. / Javier Alonso

Están con las plantas aún muy cerca del suelo. Las acaban de plantar en el último mes y, teniendo una campaña corta como la que ellos prefieren, podrán recoger los alimentos en un par de meses. Ellos, como el anuncio de la lavadora, son fieles a los tomates. Cuando probaron otros productos no terminó de salir bien. “Un año plantamos sandías, melón y calabacines, solo entonces cambiamos”, rememora Fornieles. “Es que nosotros el tomate lo llevamos mejor”, justifica. Lo tiene claro. En las carretillas trabajan sentados sus familiares y vecinos. Todos a colaborar. En esta pequeña empresa no hay nadie de fuera. Lo llevan bien. Javier Alonso, reportero gráfico de la expedición, y este cronista temen al ver a Francisco trepar hasta lo alto del invernadero para arreglar unas imprevistas casuísticas. Lo hacen todo ellos en una plantación de 7.000 metros cuadrados que cuidan ellos solos. Hasta con los virus, su quebradero de cabeza, se atreven. No les queda otra. Hablan de la tuta absoluta, uno de los más poderosos, que en más de una ocasión ha estado a punto de llevarles a la bancarrota. “Llegáis a venir de otro invernadero y os tenéis que poner la protección en los pies, hay que tener mucho cuidado”, nos cuentan.

“Yo no pierdo la ilusión, te has criado debajo de esto y te tira”, explica Antonio, que deja claro que, pese a las ganas, se quiere jubilar. La movilidad de su mano ya no es la misma y ayuda como buenamente puede. En cierta manera, entiende que haya jóvenes que no se quieran dedicar a ello. “Es duro, los sueldos no es que sean muy altos, solo sacas algo más si lo que tienes es tuyo”, explica.

Comparten las protestas

Aunque dejen claro a los intrusos en el invernadero que se trata de otra realidad aparte, como la casa de Gran Hermano, uno no puede dejar el mundo correr y debe formular el quid de la cuestión, la revuelta del campo. En la respuesta, unanimidad. Todos comparten el clamor por una mayor justicia para el sector primario. La burocracia les lleva por el camino de la amargura. “Con lo del Cuaderno Digital ya necesitamos un oficinista, te piden para cualquier cosa, te marean para cada papel y te aburren”, desgrana Antonio, que tiene una particular respuesta para quienes cada vez exigen más en nombre del bienestar de los cultivos y por ende de quien lee estas líneas y compra en el comercio. “Si vives de esto, ¿Quién mejor que tú para darte cuenta de que todo está bien y cuidarlo?”, pregunta. “Todos queremos crear algo que está bien en nuestro trabajo, no tener que hacerlo otra vez”, responde él mismo.

Aparece el nombre en cuestión, Marruecos, el país en el que centran sus miradas quienes cortan las carreteras para denunciar la “competencia desleal” desde terceros países. “Los agricultores estamos acostumbrados a la ‘venta a perdidas’, los años que ganamos un poquito más tenemos que guardar para el siguiente porque esto es muy complicado”, explica Isabel. “Nosotros nos quejamos lo mismo”, sentencia. Comparten reivindicaciones con sus vecinos de El Ejido o La Cañada. Son el otro ‘mar de plástico’, menos numeroso pero acostumbrado a reinventarse. Padecen ahora la disminución de la superficie agraria, una situación que pone en la diana a los municipios del interior, y se compadecen por la falta de interés de quienes deberían desbordar el campo con su ilusión. Es todo un mismo problema, una misma base que parece defectuosa. A las más altas instancias les persuaden. “El Gobierno no nos ayuda a nada, nos tiene abandonados, necesitamos más ayudas, tenemos muchos controles que muchos mercados de fuera no hacen”, reclama. Y para el lector, un ‘tirón de orejas’. “Como compradores no miramos las etiquetas, vamos al más barato”, se queja.

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