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Calidoscopio de Pintorescos

Motivado por otros encargos y tareas, tras un tiempo ausente (salvo en Feria) retomamos las colaboraciones dominicales. Creo conveniente para ello darle continuidad y finiquito a la orla de paisanos pintorescos con lo que cerré los recientes cuadernillos feriales. Todos figuran en una "base de datos" recopilada en su momento para un monográfico editado hace lustros en la prensa local. El tema no se agota con estos convecinos, pero en algún momento debía concluir. Un listado que ustedes pueden, naturalmente, aumentar, corregir y/o matizar en beneficio de un mayor conocimiento de quienes también forman parte de nuestra intrahistoria no tan lejana en el tiempo. A ello vamos.

Se pusiera como se pusiese Tapia Garrido, la Niña Dormida, la genuina adivinadora y echadora de cartas, ejerció su nociva profesión a la sombra de la Alcazaba, en plena Almedina: Cuesta del Rastro (Almanzor Alto, en el callejero). Quién puede dar fe mejor que sus vecinas y el redactor de Diario de Almería (no se trataba, obviamente, de esta cabecera del Grupo Joly) que la entrevistó cuando el siglo XX gateaba con calzones cortos? Allí vivía, solitaria, con la única compañía de un perro que infundía pánico: "Es Barrabás, un inocentón, un cipote que ladra mucho pero muerde poco". Cuando el sacerdote-historiador afirmaba que su casa daba puerta con puerta al convento de Las Adoratrices, debía referirse a un sucedáneo que se arrimó al calor de la (mala) fama, sin anunciarse como la Niña Dormida II.

Hoy enciendes a deshora la televisión y te topas con una legión de interpretadoras de naipes, tarot, rosas de Jericó, especialistas en magia blanca, negra, marrón y escarlata... Pero ninguna ¡donde va a parar! como aquellas curanderas de nuestra infancia a quienes las madres (recelosas del Seguro de Enfermedad) nos llevaban a superar ictericias, mal de ojo o envidias de vecindonas del barrio por lucir sanos y lustrosos. Esas sí eran mujeres con "gracia", de contrastado pedigrí y bien ganado prestigio de suegras a nueras. La Barbarica, que las tenía enfiladas, no se fiaba de tales "brujas" lo más mínimo: cosía una cinta roja a la ropa de sus niñas y a tomar por saco el encantamiento, decía.

Sonado fue el lance engañoso a un agricultor asegurándole que en un paraje próximo a Santa Cruz de Marchena -conocido por "El libro de Mahoma"- se guardaba un tesoro de "tiempo de los moros". La Niña cobró el desplazamiento desde Almería y el estipendio acordado, mientras que el ambicioso lugareño se arruinó con la excavación, en la que solo apareció una orza llena de carbón.

De mediana estatura y entrada en kilos, desdentada, gangosa y amiga de siestas a duermevela, la mala leche le rebosaba por los poros abiertos del flácido pellejo. Con decirles que se cumplió la maldición más terrible salida de boca humana desde Jayrán no necesitan más. Y si les cuento que predijo la riada de agua, fango y muerte del 11 de septiembre de 1891 -a quien la estatua de La Caridad, en la Rambla, guarda luto- huelgan mayores explicaciones.

La tragedia principió en una corrida de Feria en la que Minuto, Jarana, Gorete y Lesaca lidiaron toros de Saltillo, auténticos deshechos de cerrado: tuertos y mogones. Algo repugnante y contrario a la moral el que se permitiera divertir a un pueblo con bestias indefensas, enfermas y reparadas de la vista. Lo que sigue lo narra Angel Castañedo en "Torerías de la Tierra". Ni quito ni pongo. "Entre comadres del Quemadero y Regocijos se comentaba el terrible vaticinio que había dado a luz la Niña Dormida. Una maga metida en años, fuente de sobrenaturales e infalibles revelaciones para imbéciles y cacanúos. Echadora de cartas para mozuelas suspirantes de un querer (...) Este desencadenaría una próxima y tremenda catástrofe para la ciudad que costaría ríos de lágrimas". La Niña clavó la premonición.

Dos denominaciones comunes las distinguieron: funcionaron a pleno rendimiento en las décadas 1930-60 y percibían sus honorarios a voluntad del cliente, en dinero o especies: pan, aceite, tabaco, azúcar, etc. En la esquina de calles Méndez y María Guerrero (c/. Granada), altos del bar El 42, vivía Adela con su hija Angelina (aunque esta no ejercía). Era la experta por excelencia en reparar "huesos salidos de su sitio". Ayudada de masajes y otras manipulaciones, los entangarillaba sin necesidad de que acudieran a la Bola Azul.

Aledaño al Archivo Municipal "Adela Alcocer" residía Anita la de las Cartas. Simultaneaba el manejo de la baraja (mal de ojo y conjuros celestinescos) con la también reparación de articulaciones. Al principio con las manos y cuando el tembleque por su creciente afición al alcohol le imposibilitaba la tarea, recurría a los codos y barbilla. Diariamente hacía la compra en la tienda de Miguel del Pino, de la calle Arráez. Anita solía reclutar a la clientela entre el personal de Las Perchas.

Por último, la Tía Josefa, en el Barrio Alto (calle Las Cabras). Ya bastante mayor y prácticamente retirada del oficio, atendía casos muy concretos de niños biliosos, con pérdida de peso y trastornos estomacales. Lo suyo era la imposición de manos y no fue raro verla entrar en trances violentos: vómitos, sudoración copiosa y lagrimeo. A las madres de bebés "con algo malo dentro" les recomendaba que llevaran puesto un lazo rojo o un escapulario bendecido, a ser posible en un convento de clausura

Los vendedores del cupón de Los Iguales que introdujo en la capital la desaparecida Asistencia Social (sustituida en el franquismo por Auxilio Social) eran distintitos a los que voceaban participaciones de Lotería Nacional por rincones de la decimonónica Urci. Por limitación de espacio me debo ceñir al más afamado de tal gremio. Al menos al que se le "apareció la Virgen" en forma de diosa Fortuna.

Andrés Ponce Sánchez, ciego por añadidura (nuevamente la maldición bíblica del tracoma en la Almería de las tres cosechas: legañas, esparto y lagartos), repartió a manos llenas un auténtico dineral: tres millones de las antiguas pesetas; o lo que es igual, doce millones de reales. En cierta medida palió las carencias de una ciudad sumida en la desesperanza y una sangrante guerra en Ultramar. Ofreciendo el número 8.669 -a la postre el Gordo de Navidad en 1896- Ponce recorrió mas kilómetros que Indurain en el Tour. Se surtía de la administración nº 1 de la calle Rostrico (por existir allí una hornacina con la imagen del Santo Rostro).

Desde menestrales a modistillas, de canónigos a militares, derramó a raudales el maná de monedas plateadas. Comentaban que la dicha de Andrés se acrecentó con los esponsales celebrados en el mismo mes de diciembre. En olor de santidad lo pasearon a hombros durante la manifestación espontánea encabezada por banderas y la banda de música municipal: ¡Viva el ciego Andrés, viva el lotero del Rostrico! Desde entonces, y miren si ha llovido, el Gordo no ha asomado la cabeza por Almería.

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