Desde la Rusia de Putin y el neocapitalismo de Estado nos llega esta suerte de blockbuster de saldo y vocación exportadora en circuitos B que funciona (lo que puede) sobre una premisa elemental del cine de género que por cierto ya está hecha (Bajo cero, 2010): un grupo de amigos, dos parejas y un gordito soltero, decide pasar la Nochevieja en un teleférico en las montañas nevadas de los Urales hasta que el cable falla y quedan suspendidos en el aire.
Llega entonces el momento del encierro, las peripecias por salir o descender y los inevitables enfrentamientos entre el grupo que sacan a relucir viejas rencillas, secretos, masculinidades tóxicas y otras violencias soterradas, todo ello entre escenas de acción de chroma key sobreiluminado, cámara móvil, fondos de abismo y un sentido de la narración que no superaría las pruebas de acceso a ninguna escuela de cine.
Por si no fuera suficiente tedio con lo que pasa en la cabina, escrito nada menos que a ocho manos, el novio despechado de una de las chicas atrapadas, que se había quedado finalmente en tierra, intuye que los amigos están en problemas y acude raudo (a la velocidad que el filme se lo permite) al rescate in extremis. Para cuando llega, realmente ya nos da igual quién haya sobrevivido.