Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Sin límites
La noche había sido convulsa, ráfagas de viento entraban por la ventana como llamaradas de fuego. El día anterior, como era habitual en los últimos años, el paisaje se tiñó de un color turbio anaranjado, y se podía percibir en la piel la pátina de arena que la iba cubriendo, como un presagio del desierto que sería aquello en un futuro inmediato. No tenía que hacer mucho esfuerzo para recordar estas tierras, hoy secas y baldías, adornadas con macizos de flores silvestres flanqueando los sinuosos caminos que la surcaban. Hoy era un día de reflexión, y echaba de menos que no se reflexionase todos los días del año sobre este lamentable hecho: tierras fértiles convertidas en parajes yermos, surcados por ríos y ramblizos de cauces secos, abrazándose exhaustos a las orillas por las que un día discurrieron las aguas que llenaron las acequias con que se regaba aquel vergel repleto de frutales y hortalizas. Los montes que los rodeaban, otrora cubiertos de plantas aromáticas: retamas, genista, cantueso, romero o tomillo, miraban al cielo con sus ojos entornados rogando clemencia. Y aun apreciando tan estremecedora belleza, la tristeza que esta le producía le apretaba una garganta tan seca como aquel paisaje. Muchos se habían rendido, pero ella se rebelaba. En treinta años más o quizá menos, aquel paraje dejaría de ser habitable. Los huertos de naranjos que se extendían por la vega junto al lecho del rio, y las pequeñas paratas de almendros, olivos e higueras, arrancadas por manos expertas que destriparon la tierra derramada entre los montes por los que discurrían ramblizos, serían solo un espejismo que quedaría plasmado en la retina que quienes lo recordaran. Tamaña tragedia, crónica de una muerte anunciada que no fue evitada por pura desidia, dejando que el desierto avanzase inexorablemente, le producía dolor y un amargo sabor a derrota. Los fértiles huertos cuajados de frutos, se habían convertido en escenarios escalofriantes donde unos esqueletos exhibían impúdicos sus brazos desnudos, alzándolos al cielo en actitud de súplica antes de morir abrasados por la sed. Hoy solo le quedaba la esperanza de la rebelión frente ante lo inevitable, y lejos de aceptar esta realidad como una batalla perdida, sentía una fuerza interior que le empujaba a luchar por esta tierra. De nuevo sintió el fuego azotándole la cara, contempló el paisaje cubierto por aquel polvo anaranjado que le daba un aire fantasmal, y pensó que cualquiera que hubiese visto antes este vergel, no renunciaría a recuperarla. Miró a Europa, pudiendo comprobar por los mapas isobáricos que nadie iba a escapar al avance del desierto, eso la animó y pensó que la unión, envuelta en un amor incondicional, hace la fuerza. No necesitaba seguir reflexionando, sentía un amor terrenal por su tierra.
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