Francisco Teodoro de Nertóbriga

Hombre del campo, humilde, su trayectoria ejemplifica como pocas el tesón y trabajo por superarse

Desde hace varios días me afano en la lectura de un grueso libro autobiográfico, de unas ochocientas páginas. Se titula "Vida de Eugenio Hermoso" y fue escrito por él mismo usando el seudónimo de Francisco Teodoro de Nertóbriga. El voluminoso volumen -valga la redundancia- es propiedad de mi amigo Antonio López, quien me lo ha prestado una temporada. Se publicó en 1955, época en la que Hermoso era profesor en la Escuela de Bellas Artes de Madrid y Antonio su más aventajado alumno. Eugenio Hermoso fue uno de los pintores españoles más importantes de la primera mitad del siglo XX. Natural de Fregenal (Badajoz), junto con Zurbarán y Morales completa la trinidad del arte extremeño. Recibió todos los reconocimientos oficiales nacionales y gozó, al menos durante su primera madurez, de un gran prestigio. Hombre del campo, humildísimo, su trayectoria ejemplifica como pocas el tesón y esforzado trabajo por superarse de los que se hacen a sí mismos, en todo tiempo y lugar. Su pintura, verdaderamente singular en el contexto español de su tiempo, es tan solo comparable, por cierta afinidad estilística e intención expresiva y simbolista, con la de Romero de Torres, del que no tiene nada que envidiar, ni por calidad plástica y estética, ni por originalidad o facultad de parir un mundo propio, personalísimo. Hermoso fue un poeta cantor de su tierra, el mundo rural extremeño, con un estilo muy dibujado y preciso, al modo de los primitivos italianos, sin olvidar el hálito velazqueño. Sus grupos de personajes son, como él quería, expresión tipológica de una raza, de unos pobladores específicos, delante de paisajes o interiores que son como telones de fondo muy estudiados, muy simbolistas y poco naturalistas. Composiciones exquisitas, muy depuradas, obsesión dibujística y precisión de contornos, en clara oposición al abocetado naturalismo sorollesco, tan en boga por entonces. La autobiografía, dolorida y resentida, está escrita al final de su vida, cuando se califica a sí mismo como mártir, emparedado entre la generación anterior a la suya y las ferocidades vanguardistas parisinas de la siguiente. Arremete contra críticos y literatos que enjuician obras de arte, contra los falsos modernos y contra algunos de sus compañeros de profesión, que no han dudado en despellejarlo. Pese a todo, las disquisiciones y argumentos que utiliza, tan de buen pintor, hacen la lectura exquisita y placentera. Un verdadero lujo.

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