Mal de amores

El mal de amores presenta síntomas no muy distintos con el paso de los siglos, como tampoco lo son sus remedios

La semana pasada se publicó, en español, un libro de sexo. Dicho así, queda abierta la puerta de la curiosidad porque hablar de eso mismo, de sexo, ya dio para un programa de televisión, entre divulgativo e informativo, emitido por la primera cadena de Televisión Española a comienzos de la década de los noventa, como resultado de una conjunción afortunada entre su versátil director, Narciso Ibáñez Serrador, y su académica presentadora, la sexóloga Elena Ochoa, a fin de considerar, de manera abierta y precursora, la sexualidad humana. Y mentar el sexo, que eso se empezó diciendo, por posmodernos que sean estos años y desinhibidas que parezcan las disposiciones, voluntades y hasta prácticas sexuales, continúa siendo un estímulo atractivo, ya que el sexo no solo da para regulaciones legales con las que hacerse la cabeza un lío.

Así las cosas y digresiones al margen, Katherine Harvey, historiadora, escritora y crítica británica, ha escrito Los fuegos de la lujuria. Una historia del sexo en la Edad Media. Por directa razón del tiempo a que se refiere, no debe ser necesario advertir -pero se hace- de la improcedencia del presentismo: esa inconveniente proyección de los valores del presente en el pasado, a la que son muy proclives variopintos analistas sin crédito -no quiere decir sin fama-. Unas páginas de esta obra sexual -no se confunda el libro con el ejercicio- se ocupan del mal de amores, que también hacía de las suyas en tiempos medievales y no se consideraba, como hogaño, una turbación emocional, sino una patología médica que a veces presentaba un cuadro de particular gravedad. Los síntomas también se suceden a través de los siglos: pulso fluctuante cuando se menciona a la amada, pérdida de apetito o dificultad para concentrarse; si bien ese amor alterado se relacionaba, como hogaño, con “una intensa necesidad natural de expulsar un gran exceso de humores”. Los remedios eran variados: darse a la música, recitar poemas, pasar tiempo con amigos, pasear entre hermosos jardines, beber moderadamente vino… y el alivio más recomendable: tener sexo. Pero influían, ay, las diferencias de género: “puesto que los cerebros masculino y femenino eran diferentes -¿no lo son ahora?-, las enamoradas olvidaban con mayor rapidez a sus amantes y se curaban de manera más fácil”.

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