OPINIÓN | Luces y razones
Antonio Montero Alcaide
Las cosas del querer
El museo del Prado celebra estos días una deslumbrante exposición sobre Veronés, el gran pintor veneciano del XVI, con importantes préstamos de distintas instituciones. Reúne obras de todos sus períodos y lo contextualiza en su época con presencia de algunos de sus contemporáneos. Falta, por razones obvias, el más imponente lienzo de su vasta obra; Las bodas de Caná, pintado en 1562 para el refectorio del monasterio de San Giorgio Maggiore -proyectado por Palladio- y que hoy se encuentra, por deseo caprichoso de Napoleón, en el Louvre. Se trata de uno de los lienzos más grandes que se han pintado en la historia, de unos diez por siete metros, setenta metros cuadrados de pura pintura, representando el pasaje evangélico como una escena opulenta de la Venecia del Renacimiento. Solo ha viajado dos veces en la historia, la primera desde Venecia a París como consecuencia del hurto napoleónico, y la segunda desde Paris hasta el sur de Francia durante la Segunda Guerra Mundial, para garantizar su integridad. En la composición parida por el artista, unas ciento treinta figuras colocadas en un espacio arquitectónico también de la época, con elementos de raíz palladiana, se distribuyen según la acción que realizan. De una parte los comensales, presididos por Cristo en una mesa en forma de U, y de otra los criados que se afanan en servirles. En el centro un concierto de cámara ameniza el banquete. Los músicos son los cuatro grandes pintores venecianos del momento: Tiziano, Tintoretto, Basano y el propio Veronés, autorretratado como violinista. Un cielo azul, de un luminoso día, sobre el que se recorta la grandiosa arquitectura pintada, es el escenario de esta inmensa representación teatral. Las posturas de los personajes, su eficaz diseño, el lujo y sensualidad de los trajes y ropajes con brocados, los bodegones, y el colorido deslumbrante impresionan al contemplador que se acerca a la colosal obra. La técnica aúna un sólido dibujo, no siempre riguroso en la gran tradición veneciana y aquí ciertamente impecable, con una frescura y jugosidad pictórica que otorga a la materia una palpitación y belleza inconmensurables. Un siglo después de haber sido pintada, el crítico barroco Marco Boschini, rendido ante semejante espectáculo visual, afirmaba que Veronés “se ha convertido en un semidiós, un ser sobrehumano capaz de ir más allá de los límites del mundo”. Más cercano a nosotros, Guido Piovene afirma que la obra supera lo real para convertirse en “un espacio mental, una especie de eternidad”.
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