Una pulsión incontrolable les hacía buscar el cielo, empujando hacia arriba y removiendo la tierra que las ocultaba en su vientre. Como cada año, una calidez especial las invitaba a descubrirse, saliendo a la luz con toda la fuerza que habían acumulado durante el largo y frío invierno. En esta ocasión algo estaba saliendo mal, notaron abrumadas su impotencia al comprobar que la capa que las aplastaba era de tal naturaleza, que no podían traspasarla para buscar con sus brazos el cielo infinito que intuían sobre ellas. Durante siglos, sus madres y abuelas salían alborozadas cuando la tierra cálida recibía el agua vivificante, dándoles la señal inequívoca de que era la hora de alfombrar la tierra. Crecían con tanta rapidez, que en muchos lugares las llamaban “brujas”. En esas noches de primavera, aún frescas y húmedas, sacaban a la superficie sus largas y delgadas hojas, y sin apenas darse cuenta, a la mañana siguiente, habían tapizado el suelo de preciosas flores rosadas. Anunciaban el buen tiempo, desde ese momento y hasta la llegada del otoño, llenarían de luz y color el campo. Junto a ellas, miles de hermanas florecerían e inundarían el ambiente de colores y aromas. Los campos se vestirían de verde, rojo, amarillo, azul y todos los tonos imaginables entre uno y otro color.

Ellas sin embargo, eran las más humildes, entre sus verdes hojas alargadas, destacaban sus flores con forma de campanilla que duraban solo un día. Sin embargo, en esta ocasión algo había fallado, llegado el momento esperado, y a pesar de empujar con todas sus fuerzas, no lograron abrirse camino hacia la luz. El primer día acabaron exhaustas y desesperanzadas, la gruesa capa que las cubría era más fuerte que ellas, careciendo de recursos para conseguir su objetivo. Quizá no tuviesen corazón, pero sí sentían intensamente, y estando dotadas por la naturaleza de los mecanismos necesarios para irrumpir esplendorosas sobre la faz de la tierra, sintieron la tristeza del abandono y el olvido, parecía que el mundo se hubiese desentendido de ellas. Tristes y mustias dejaron de intentarlo, se enroscaron sobre sí dispuestas al sacrificio, estaban condenadas a morir sepultadas, sin poder ofrecer una vez más su belleza a un mundo que las ignoraba, seguramente por “brujas”. La niña salió al jardín y observó un movimiento casi imperceptible entre las piedras blancas con las que sus padres habían embellecido un parterre. Curiosa las apartó, pensando descubrir debajo de ellas algún insecto escondido, pero cuando comprobó que bajo las piedras no había nada, decepcionada, dejó la calva al aire y se fue a jugar. Al día siguiente, observó sorprendida el parterre alfombrado de campanillas rosas. Decenas de “brujas”, encantadas de haber conocido la luz un año más gracias a sus inocentes manecitas, la saludaron alborozadas.

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