La democracia representativa funciona, aunque lleva dentro sus propios gérmenes endógenos. Por eso, no le gustaba a Aristóteles, sostenía que siempre se deslizaba hacia la demagogia, porque el candidato tendía a regalar palabras y bienes al elector para ganarse su favor. Nuestra democracia está amenazada, pero por otro factor: los partidos políticos, a los que la Constitución protege como el vehículo de la representación popular, no están respetando los resultados electorales, andan dispuestos a repetir los comicios para mejorar sus marcas, lo que no deja de ser un atentado contra la voluntad y un falseamiento del sistema. Arrastramos dos repeticiones electorales en muy poco tiempo, y aun hoy -esta mañana de 10-N- hay quien se pregunta a quién beneficiaría una tercera si los bloques de derecha o de izquierda fuesen insuficientes para llegar a los 176 escaños. La sucesión de campañas electorales ha provocado que los partidos no tengan ni programa y que todo se base en el ataque al contrario, lo insulten, lo denigren e, incluso, lo calumnien, de modo que se convierten en prisioneros de una malentendida pureza ideológica; por eso, después no pueden pactar, porque la rectificación se les hace imposible, porque la militancia (los más cegatos) se les subleva. Han convertido la alianza en una traición, por eso peligra la democracia.

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