La esquina
José Aguilar
Por qué Sánchez demora su caída
Suele decir Antonio López que el desnudo es un género escaso en el arte español. Dice que, con la excepción de Velázquez y Goya, nuestro arte del pasado –ese que le inspira por su afinidad realista- carece de una preocupación por las cosas importantes de la vida y de las personas, del quehacer diario o cotidiano... en fin, los temas tan caros al realismo contemporáneo, que son los suyos. Que en España “nos hemos pasado la vida pintando santos y purísimas” y no hay tradición de desnudos como en Italia. Y tiene razón; pero quizás mira demasiado el barroco y olvida el siglo XIX, que tuvo en el cambio hacia el XX un esplendor naturalista deslumbrante. Que nuestro arte no tuvo un Renacimento a la italiana es evidente; aquí pasamos del último gótico –vigente hasta el XVI- a un barroco de intenso fervor religioso. Tan solo un breve episodio plateresco de transición entre ambos, que muchos etiquetan de Renacimiento a la española, pero que en el fondo es medieval en el espíritu y algo en la forma. Casi sin solución de continuidad, cambiamos lo medieval por las mortificaciones de Miguel de Mañara que, para el caso, viene a ser lo mismo. Austeridad y penitencia, autos de fe y persecución de la herejía; esa era la apuesta personal de los Austrias durante nuestro llamado “siglo de oro”. Y pintar desnudos era herejía. Pero la carne es flaca y el cuerpo tiene sus debilidades y apetitos. Para satisfacerlos estaban los pintores venecianos; una escuela especializada –entre otras cosas- en el desnudo erótico; sus clientes eran los grandes reyes y nobles europeos y algunos cardenales. Felipe II encomendaba a sus pintores la representación de los martirios de santos, al tiempo que compraba a Tiziano sus célebres “poesías”, que no eran otra cosa que sensuales y provocativas mujeres desnudas, rodeadas de lujo y tentación, bajo la apariencia de diosas mitológicas. Masturbarse primero ante Tiziano y mortificarse después con Morales o el Bosco. Del eros al tánatos. Reconozco la postura de Antonio y su apuesta por el desnudo, aunque justo es manifestar que los suyos tampoco son como los de los italianos. Su alma castellana, austera y profunda, anda por una senda ascética y lacerada del cuerpo; la criatura como un bodegón de cartografías emocionadas. Mientras pintaba yo hace unos años “alegorías venecianas”, recordaba paradójicamente mi gran producción religiosa, y las palabras de mi abuelo, heredadas de los pintores de antes: “Si sale con barbas, San Antón, y si no, la Purísima Concepción”.
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