La tapia con sifón
Antonio Zapata
Pudieron ser estrellas, 3: El Rincón de Juan Pedro
En tránsito
En estos días bochornosos –en todos los sentidos– he oído muchos comentarios de gente que se extraña de los casos de corrupción en el PSOE. “Una persona de izquierdas no puede ser corrupta”, dicen afligidas estas almas cándidas. “La izquierda no roba, no puede robar”. Por extraño que parezca, esta clase de majaderías fosforescentes las sostienen personas con educación superior y con un elevado nivel cultural. Son politólogos, periodistas, intelectuales, incluso magistrados. Que lo digan los rufianes que se dedican a la política es normal. Y que lo digan los que se benefician de la política para alimentar su ego psicopático también es normal. Pero que lo digan personas que deberían tener un mínimo conocimiento de la naturaleza humana es algo sencillamente asombroso.
¿Cómo es posible imaginar que una persona, por el simple hecho de profesar una determinada ideología, está incapacitada para corromperse? Afirmar algo así implica desconocer por completo la naturaleza humana –basta pensar en nuestros vecinos de bloque o en nuestros compañeros de colegio–, pero es evidente que la izquierda más o menos marxistoide jamás se ha llevado bien con el concepto de naturaleza humana (o su correlato del alma humana). Sólo alguien que ignore por completo lo que se oculta en el fondo de un ser humano puede proponer un principio de organización social como el que Marx acuñó para la fase superior de la sociedad comunista: “De cada cual según sus capacidades, y a cada cual según sus necesidades”. Dios santo, qué iluso hay que ser para emitir un dogma económico de este tipo, que contradice todo lo que sabemos sobre el ser humano desde los remotos tiempos de la Biblia. Pero aun así, hay insignes intelectuales y artistas que niegan la existencia de la naturaleza humana porque la consideran un falso constructo impuesto por el capitalismo heteropatriarcal (así se expresan estas lumbreras).
Y lo portentoso del asunto es que estos doctos tuercebotas que no saben que el ser humano está hecho de codicia y envidia y rencor (y también de nobleza y generosidad) se sienten autorizados –o incluso elegidos por el destino– para dictaminar cómo tiene que gobernarse una sociedad. ¡Fabuloso!
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