Avelino Oreiro

Réquiem por la España católica

13 de junio 2025 - 03:09

Estimado señor Oreiro: satisfaciendo su deseo, me congratula remitirle contra reembolso la transcripción psicográfica de las desconcertantes declaraciones del espíritu —ignoro si burlón o no— que se arroga nada menos que la identidad de don Manuel Azaña Díaz-Gallo, las cuales se verificaron en el salón de la casa de un particular anónimo a la hora nona del pasado 2 de junio del corriente, cuando, invocado el espectro del susodicho, nuestra médium, la señorita Luz Cuesta Quintal, sacó a colación un artículo publicado ese mismo día en el periódico para el que usted escribe y cuyo titular decía lo siguiente: «El porcentaje de católicos en España cae al 55 %». Contra lo que cabía esperar, el expresidente de la República Española no se mostró alborozado por la noticia. Antes bien, hundió el mentón en el pecho, diríase que abatido o enervado por la murria, enmudeció unos dilatados minutos y finalmente, abrió la boca para decir lo que en adelante reproduzco. Como verá, se expresa en un estilo entre lírico y profético que por lo demás es propio de todo espíritu que se interna en lo sagrado. En palabras de doña Luz, la muerte poetiza un horror. Bendiciones.

«España no le debe tanto al Catolicismo cuanto el Catolicismo a España. La Reforma protestante no fue sino el proceso en virtud del cual la Iglesia se ha ido desespañolizando poco a poco, hasta convertirse en algo así como un archipiélago de sectas autistas que desembocan, cada una por su cuenta, en el mar de la impiedad. La Iglesia ha durado en España exactamente lo mismo que ha durado España en España. Haciendo oídos de mercader a las advertencias del maestro (Mateo 10, 28), Roma ha temido más al comunismo, “que mataba el cuerpo”, que a la sociedad nihilista y hedonista de consumo, “que mata el alma”. “Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado se profana”: esas palabras del viejo lobo de Marx resuenan hoy entre las paredes de unos templos desahuciados de Dios, degradados a museos, donde el fuego de la fe se ha pulverizado en frías pavesas persuadidas de su potencial como producto natural de consumo y reclamo turístico. Sin el sentido de lo común no puede haber Iglesia, como tampoco puede haber familia, amigos, vecinos, gremios, sindicatos, tradiciones… ¿Nos escuchará alguien cuando en vez de decir: “Padre nuestro que estás en los cielos”, digamos: “Gran Arquitecto solo mío que existes en mi conciencia individual?”».

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