Antes de empezar, debo decir que no tengo la menor idea de música. Mi lista de Spotify lleva siete años sin apenas cambios. He visto más claves de sol tatuadas en tobillos playeros que en folios de partituras. Y sin embargo, este diario decidió que fuera yo quien cubriera este año el Festival de Música Renacentista y Barroca de Vélez Blanco. El reto daba algo de respeto. A mi ignorancia musical se unía el listón tan alto que había dejado mi excompañero Fran Murcia, periodista habitual en el festival.

Allí he pasado nueve días de duro trabajo, desde primera hora de la mañana hasta la noche, rozando la hora límite para llegar a rotativa. Y sin embargo, he disfrutado como un enano. He aprendido que un trombón medieval es un sacabuche, que una guitarra con un mástil superdotado es una tiorba, que un oboe no es un clarinete... Pero, sobre todo, he aprendido que es muy necesario salir del despacho y pisar la calle. Que aún hay pueblos de gente amable que acogen al foráneo con cariño. Que, a veces, desconocer algo por completo es la mejor forma de empezar a amarlo.

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