10 de junio 2025 - 03:10

Parafraseando a Don Quijote, no es tiempo malgastado el que se emplea en vagar por la ciudad. Hay veces que, cuando uno está en estado de desmoronamiento, armar la vida por cualquier sendero urbano sirve para que la cabeza se marche a otra parte, sin ruido ni prisa. Así andaba yo el pasado domingo, cuando subí desde el Cortijo de la Campella por el sendero del Canal de San Indalecio hasta el camino de La Molineta, que tiene vocación de parque periurbano, pero no es más que un secarral de promesas electorales.

Sendero arriba, me esperaba el inmenso mirador de La Molineta, sembrado de matorrales de artos, romeros, retamas, jarillas molineteras y tarays que crecen salvajes sobre la roca caliza. En lo más alto sentí la sangre caliente de los verderones y currucas sosteniendo su vuelo, y quedé abducido por un paisaje desconocido para muchos almerienses: una lluvia de azul en un vacío poroso que bebe del cielo y desciende calmoso sobre la bahía. Hay placeres tan sencillos al caminar esta ciudad que, sin alcanzar la belleza de otras, te atrapan como si estuvieran hechos con agua de verano. No solo por las añoranzas de su pasado árabe, sino por sus leyendas mágicas, personajes, costumbres y paisajes.

Si en tu peregrinaje te dejas filtrar como agua mansa, pronto toparás con la fantasía del edificio de Las Mariposas, en el corazón urbano, y, al final, con la ecléctica fachada de la estación de tren. O, simplemente, en tu ronda nocturna de un viernes, te dejas llevar por las Cuatro Calles, cerrar la noche con música electrónica de vanguardia en Palo Santo y, a la mañana siguiente, libre de resaca, recorrer el sendero que va desde el Centro de Interpretación Patrimonial y Plaza Vieja hasta el yacimiento del Barrio Andalusí, a los pies de la Alcazaba.

Y en las horas milagrosas del atardecer, sentarte en un banco de cualquier parque y contemplar la madeja de abuelos y niños enredarse en abrazos -que son como cruces de caminos- y ver, frente al mar, a las chicas pasear con ajorcas en los tobillos, la carne ardiendo a los treinta años y sandalias de tiras griegas. Hay placeres en esta ciudad que, al hundir un dedo en tu corazón, te lo parten en pedazos. Si no caminas con ellos, es como no estar en ninguna parte. Y se pierden para siempre.

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