Vuelve la nunca ausente

08 de diciembre 2025 - 03:07

Su estar con nosotros y en nosotros es algo más fuerte, y por supuesto más duradero, que nuestro estar ante Ella. ¿Cuántas horas tiene un día, cuántos días una semana, cuántas semanas un año, cuántos años una vida? El tiempo que estamos ante Ella es poca cosa si lo medimos en horas o días y nada si lo hacemos en los años de una vida. El tiempo que Ella está con nosotros y en nosotros, en cambio, solo tiene una medida: todas las horas, todos los días, todas las semanas, todos los años de una vida.

Ni un minuto vivimos sin que Ella esté presente en nuestras vidas. Ni tan siquiera en las horas más oscuras, en las que todas las certezas se tambalean. Creemos entonces haberla perdido o que nos ha abandonado. Que la promesa de su cara era una ilusión, algo subjetivo y por ello frágil, dependiente solo de nuestras propias –pocas– fuerzas. Pero pronto, sin un acto de voluntad por nuestra parte, como algo que se impone por sí mismo, nos alumbra más que nunca. Porque más resplandece su luz cuanto mayor sea la oscuridad.

Este es el secreto de las lágrimas que, en medio de la alegría que siempre la rodea, y más que nunca en su besamanos y cuando se nos da en la Madrugada y la mañana del Viernes Santo, no podemos contener. Y más se llora cuantos más años se tengan, más ausencias duelan, más oscuridades Ella haya alumbrado. Solo la vida nos enseña que Ella es la única luz que permanece encendida cuando todas se han apagado. No son lágrimas de desesperación, sino de esperanza. No son lágrimas de pérdida, sino de reencuentro. Las penas humanas iluminadas por la gracia, como cantaba su vecina de calle Parras a la celestial Madre de la gracia y la pena. Lo que parece promesa convertido, solo por verla, en certeza. Lo que parece imposible convertido, solo por verla, en posible. Lo más parecido a un milagro que manos humanas puedan haber hecho cuando se esculpió su cara.

Vuelve la nunca ausente, la siempre presente. La que estuvo con nosotros y en nosotros cuando no estaba. La que nos vive por dentro alumbrando nuestras vidas. La veremos solo unos segundos al pasar ante Ella. Pero bastarán para alimentar su ininterrumpida presencia en nosotros. Y la besaremos sin besarla. Porque, como escribió Bécquer, “el alma que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada”.

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