Almería

Botellón en La Concha

  • Hace 51 años el Ayuntamiento construyó en la Plaza López Falcón un auditorio con forma de almeja donde los jóvenes de finales del XX iban a beber

Botellón en La Concha

Botellón en La Concha / José Manuel Bretones (Almería)

Si en su familia hay algún miembro que, a finales del siglo XX, practicaba el “botellón”, seguro que conoció La Concha. Y habrá bebido bajo su grisáceo caparazón. Se trataba de aquel adefesio de hormigón plantado detrás del Palacio de Justicia y concebido como escenario, pero que ha tenido utilidades de todo tipo menos para el previsto: lóbrego refugio de amantes furtivos, urinario de socorro para peatones con poliuria, fumadero de “marihuana”, taller clandestino de despiece de ciclomotores robados, pista de monopatines y, sobre todo, “botellódromo”.

Concha Concha

Concha / José Manuel Bretones (Almería)

El proyecto para crear en la plaza López Falcón un auditorio que supliera el derribado kiosco de la música del Paseo fue aprobado por el pleno del Ayuntamiento de Almería el 10 de septiembre de 1969. La Corporación, presidida por Francisco Gómez Angulo, dio el visto bueno para dotar a la ciudad de un espacio de conciertos y representaciones al aire libre. Eso sí, sin camerinos, sin butacas para los espectadores, vestuarios ni aseos públicos. El artista que actuase debía cambiarse de ropa en la calle y el espectador, sentarse en el suelo. Por la traducción del acta firmada por el secretario municipal, Ginés Pastor Medina, se deduce que el auditorio era como el tablao de madera provisional que instalan en las plazas de los pueblos para las fiestas patronales, pero fijo y de hormigón. Quedaba en alto y se accedía a través de dos tramos de peldaños situados en los extremos.

Durante octubre, en el plazo legal marcado, nadie presentó alegaciones contra aquella aberración, por lo que el Ayuntamiento dio vía libre el 5 de diciembre de 1969 a la adjudicación de la obra por valor de 725.000 pesetas. Las empresas que participaron en el concurso tuvieron que aportar el 6 % de garantía. Al final, ganó la conocida “Concha” que, como una aburrida almeja gigante agarrada a una roca, demostró desde 1970 su inacción al mundo durante lustros. Hasta que se inventó el botellón.

Aquella cosa fea atrajo la atención de los muchachos de finales del XX y se convirtió en espacio lúdico para el disfrute común. Sin otra cosa que hacer, más que beber, decenas de pandillas de niños y niñas con acné se arremolinaban en La Concha con un gran vaso de plástico en la mano. Llegaban a la plaza atraídos por la amplitud del espacio -1.200 metros cuadrados- la semi penumbra y la esperanza de ver a fulanito o menganito tras seguir un preceptivo y ceremonioso ritual. Todo empezaba en la “quedada” del locutorio telefónico de la calle de Los Picos, donde por el módico precio de 2.000 pesetas se obtenía un pack compuesto por recipientes de plástico, cubitos de hielo, refresco azucarado y gaseoso y una botella alcohol, pariente del de garrafón. Era un paso más que el socorrido “calimocho”.

Mientras el “pringao” hacía cola para adquirir el prohibido objeto del deseo, el resto de la cuadrilla esperaba con ansiedad en el soportal del “Edificio Stella”, bajo las ventanas enrejadas de Las Jesuitinas, sobre los bolardos de piedra de los garajes comunitarios o en los aledaños del “Augusto Césare” oliendo a pizza margarita del horno de leña. La compra era casi automática porque los lotes estaban listos; con tanta rotación de muchachos a alguno se le iba la mano y cogía prestada una bolsa de patatas fritas “Risi” o de pipas “Churruca”, por lo que el tendero recurrió a vigilancia privada para las tardes de avalancha. Eso sí, pocas veces los jóvenes clientes tenían que enseñar su fecha de nacimiento del DNI antes de llevarse el alcohol.

Con el avituallamiento líquido resuelto, los chavales enfilaban la rambla hacia La Concha. Caminando, y en condiciones normales, los 650 metros se podían recorrer en ocho o diez minutos, pero la ansiedad por abrir aquel tesoro hacía que muchas pandillas arribaran a López Falcón en menos de cinco minutos. Allí, cada grupo tenía su sitio asignado, como en los parkings, y era fácil adivinar si merodeaba algún amigo o ligue. Además, la acústica de La Concha permitía escuchar las conversaciones secretas de la pandilla que estaba situada en el otro extremo, como dicen que ocurre en uno de los torreones de La Alcazaba.

La felicidad por trincar era inmensamente proporcional al malestar que generaba entre los vecinos aquella concentración de testosterona y estradiol. Ruido, voces, suciedad, vómitos, alguna que otra pelea y un reguero constante a las espaldas del edificio de la Comandancia de Marina. Allí, a más de uno la micción le provocó un importante sarpullido genital o labial. De vez en cuando patrullaba lentamente el “Talbot Horizón” de la Policía Municipal, pero si las autoridades no remediaban aquel caos era porque no querían. Antes de que “Requena y Martínez, S.A.” derribara La Concha para el aparcamiento subterráneo –que abrió el 13 de marzo de 1993-, el gobernador civil, Ramón Lara, vio durante cinco años y desde sus aposentos privados del edificio oficial las borracheras de los chiquillos en La Concha, pero nadie marcó la diferencia entre libertad y libertinaje.

Es más, alrededor de aquella vorágine había tiendecillas semiclandestinas, “camellos” de poca monta que ofrecían a escondidas “chinas” de hachís y locales que complementaban el botellón. Era famoso “Barril”, en el Parque, donde los más pudientes podían adquirir cerveza “Voll-Damm” con cacahuetes excesivamente salados y un brebaje de alta graduación bautizado con el extraño nombre de “Wachiname”, pero que todos conocían como “Wachi”. Allí trabajó durante un cuarto de siglo Juan Antonio Ruíz Sánchez, antes de fundar el “Bar Arapiles”. Este hostelero fue el azote de los jóvenes del botellón, presentando quejas y denuncias en el Ayuntamiento por la falta de civismo de los chicos.

La Plaza López Falcón, que desde 1891 homenajea al ilustre banquero y empresario que impulsó gran parte de las obras públicas que se realizaron en la provincia, dejó de ser lugar de encuentro alcohólico cuando a los adolescentes les dio por trasladar el campamento al Parque, unos metros más abajo.

La Concha murió joven, en 1992, y con 22 años, porque las obras del parking se la llevaron por delante. El espacio ha sido recientemente remodelado por el Ayuntamiento y convertido en una zona de ocio y juegos infantiles. Ahora, aquellos jóvenes han regresado a la plaza con sus hijos y sobrinos. Se ha pasado del botellón al biberón.

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