Almería

El CORTIJO DE LA ZARBA. Castillo en las nubes de los Spencer

  • Castillos por descubrir. La incesante búsqueda de nuevos parajes por descubrir para ser dibujados por el autor le lleva hasta este curioso lugar de la provincia

El CORTIJO DE LA ZARBA. Castillo en las nubes de los Spencer

El CORTIJO DE LA ZARBA. Castillo en las nubes de los Spencer / José Luis Ruz (Almería)

LOS cortijos de mi tierra sevillana con vocación de pueblo y volúmenes múltiples, tejados y altos muros, solo se parecían a los almerienses, tan planos y sencillos, en el nombre y en el blanco de la cal. Esta fue una de las muchas sorpresas que me deparó desde mi llegada hace más de cincuenta años, una Almería mágica a cuyo descubrimiento me dediqué con entusiasmo. A la búsqueda de sitios sugerentes para la pintura y también para la historia, me llevaban los cinco caballos de mi negra moto DKW por los malos caminos que me deparaban los buenos paisajes... o la torre, la ruina, la fuente.

Alguien me habló de un castillo en un paraje de la carretera Roquetas-Alicún y allá que fuí; cuesta, cañada y baches hasta encontrarme de frente con un cortijo sencillo al que le habían añadido dos torres cilíndricas en la fachada principal, lo que le confería un cierto aspecto de fortín que no ocultaba del todo su pasado de casa ganadera evidenciado por el viejo aljibe y los corrales. Ruinoso y medio destechado, ya casi vencida la cal, sus muros parecían deseosos de echarse al suelo…

Lo dibujé y otra vez cañada y baches abajo, pensando en la idea de fortaleza que tendría aquel que me dijo que la casa era castillo… en el aire añadí yo. Pero aún así no dejaba de ser una obra peculiar que la supe una finca más de las reunidas en Enix por la prosperidad de los Spencer; la olvidé y sin saber cómo retornó hace poco a mi mente pero tan debilitada que ni del nombre ni el sitio me pudo dar razón. Me costó más de un viaje a la zona hasta que la suerte quiso que en Enix hallara la pista y con mi amigo Paco Martín Villegas, que me suele acompañar en estas búsquedas soportando matracas históricas, subí la Cañada Real, ahora pista, hasta que al fin di de frente con el cortijo de La Zarba.

Estaba muy cambiado; con más buena intención que acierto a partir de 2014 los cuartos europeos lo habían ido restaurando hasta convertirlo en casa forestal; con sus cúpulas rojas, entre rusas y extravagantes, las torres habían sido revestidas de piedra y hecho más falsas; la obra toda, pintada de ocre, ceñida por zócalo y acera y en la fachada principal dos poyetones corridos. Tan fea, que me niego a traer su foto actual para ilustración de este texto y tiro del dibujo nostálgico que la representa tal como yo la vi, cuando en su abandono conservaba dignidad y solera de las que nada queda hoy a no ser los corrales vacíos y el aljibe a rebosar de agua y años.

Con la idea estúpida de que lo público no es de nadie, los depredadores han arramblado con cuanto de utilidad pusieron en el interior de la casa: placas, puertas, grifos... imagino que detrás vendrán las tejas y tras ellas la ruina. Se diría que la historia, tomada la justicia por su mano, ha comenzado a deshacer lo hecho convencida de que por algo es milagro la resurrección, que restaurar no es disfrazar. Busquen en las redes, pasen y vean y luego me dicen qué les parece el disfraz.

Un disfraz nada que ver con el glamour con que viste Venecia sus carnavales, sino el de trapillo propio de barrio. Atuendos cercanos pero distantes, como fueron siempre las noblezas alta y baja en Europa y en especial en Inglaterra donde tanto se entiende de matices y clasismo. El cortijo de La Zarba nada tiene que ver con Althorp House de Northampton: palacio grandioso, lujo y arte en el que hoy moran el IX conde de Spencer, vivo y que Dios guarde, y su hermana Diana de Gales, difunta, la que iba para consorte de rey inglés y ha acabado reinando sobre la corte fantasma de antepasados formada por medio milenio de genealogía familiar.

En Leicester, alejado de aquel palacio treinta millas y cientos de grados de parentesco, el joven Joseph D’ Spencer iba para médico, cuando sintió la llamada de los negocios, piensa en el de la minería, lo plantea en casa y tras la pelea familiar embarca para convertirse en el primero de este linaje venido a Almería donde es acogido con la ración de recelo que por extranjero le corresponde: doble por las agravantes de inglés y protestante.

Desconfianza que arreciaba a la hora de tomar estado y hasta con lupa lo miró en 1826 la familia vicaria, minera y escamada de la joven doña Carmen Sánchez a la que aquel inglés había preñado con resultado de niña. El expediente matrimonial formado por la iglesia de Almería le sirvió al míster para dejar clara su condición: era hijo de Juan, “squire”, escudero, hidalgo, y había recibido en 1786 el agua, anglicana, del bautismo en la catedral de Leicester de las manos del obispo Duffel, de ahí la D’ de su nombre completo: Joseph D’ Spencer, y Fenton, por Juana, su bendita madre.

Solo así, con hija, esposa y hacienda españolas, pudo míster Joseph pasar a ser don José Spencer, eso sí sin dejar de ser súbdito de su graciosa majestad británica, un empresario atraído por los brillos de los metales de nuestra tierra que le proporcionan un cuantioso capital, gran parte del cual es empleado en la adquisición de tierra en Enix sin que ello distrajera en nada su actividad empresarial que se va a mantener con éxito aún después de su muerte en 1851 a través de doña María, su hija, y el marido de ésta don Fernando Roda, un eminente empresario abderitano con el que constituyó la firma Spencer Roda.

De la rama de don José, desgajada del árbol Spencer enraizado en Inglaterra, brotaron las de Almería que lucieron con verdor propio y se fueron entretejiendo con las familias más notables de su burguesía, dando origen a sucesivos brotes y rebrotes emprendedores de éxito, aquí y en otras tierras, las últimas narradas por Antonio Sevillano recientemente en este mismo Diario.

Pero eso pertenece al alma del cántaro y yo en esta ocasión, materialista, me he quedado en el barro primo hermano del que trabó la piedra de los muros de La Zarba, el cortijo que cuando podía dormir y no le zumbaban las nanas del desvelo los Molinos de la Loma, soñó ser, y lo fue, castillo en las nubes de los Spencer.

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