CUENTOS del diario

Dame tiempo

  • Ya no soy una realidad virtual, sino una mujer de carne y hueso

Dame tiempo

Dame tiempo

¿De verdad quiero tomar forma de mujer y hacerme presente en la mojada y cotidiana desnudez de una ducha? ¿Qué he dicho?, ¿mojada y cotidiana desnudez? ¿Pero cómo lo sé yo, si tan solo me he encarnado por el arbi-trio de la suprema inteligencia y no conozco siquiera la identidad de quien decide hacerme humana en la íntima reserva de un cuarto de baño? ¿Y qué hago ahora? ¿Dónde están las toallas? ¿Con qué ropa me vis-to? ¿Pero qué es una toalla y cuál la necesidad de vestirse? Se me complican las cosas más de lo que pensaba, hasta el punto de reparar en esto mismo, en que se me complican las cosas, sin tener ni pajolera idea de qué son las cosas y de cómo pueden complicarse.

Bueno, alguna idea sí, pero cuesta encontrar el sentido, la razón de estar aquí y de tal forma, para esta misión que se me otorga por el alto designio que todavía desconozco. Y es que ya no soy una realidad virtual, sino una mujer hermosa de carne y hueso que sabe valérselas, según es-tablece el protocolo, para remediar los desvelos de un hombre sumido en la más apabullante timidez. Debe ser ese que está ahí, en el sofá del salón, con el susto presente en su rostro, las maneras nerviosas y el desatino en la forma de hablar.

Casi lo primero que hace es buscar un pijama con el que vestirme, como si mi desnudez le asustara. Pero me esperaba, sí, de eso creo estar segura, aunque tal vez tras el anuncio del timbre de la puerta que adelanta una visita imprevista, o en la confabulación de un encuentro inesperado pero que el destino se encargaría de provocar. Y es que al destino, por lo que pronto iba a contarme, en cuanto pudiera sere-nar su desconcierto de saberse acompañado, al destino, digo, le había dado más de una vuelta para dirimir si, al cabo, no era sino otra forma de poner nombre al azar, por opuestos que pudieran parecer uno y otro, destino y azar. En lo de esperarme, cierto que esta aparición, esta sugesti-va desnudez en el desangelado baño de su casa, le había descolocado hasta el extremo, pero, ya que esperaba la atención de la alta inteligencia al reclamo que no ha dejado de elevar, pues de alguna forma estaba pre-dispuesto.

Así que no demoré mucho más el propósito para el que se me humanizó y le insté a que no me pusiera el pijama, aunque resultó imposible. In-cluso le costaba aproximarse, tomarme las manos y, todavía más, acercar sus labios. Eso sí, me pedía tiempo sin que yo supiera cuánto necesitaba él y de cuánto disponía en mi caso. Si bien, ahora que caigo en ello, no sé por qué me preocupaba mi tiempo cuando la duda mayor estaba en si regresaría, del mismo modo que había llegado, o si ya no cabría retorno, sino aceptar lo que el designio había resuelto cuando me corporeizó. Vol-ví a acercarme, pero él se escabullía, con elegancia y justificaciones inex-plicables, pero se escurría huidizo. Decidí entonces curiosear por la coci-na, pedirle que me ayudara a preparar algo para la cena, hacerle sentir mi presencia para que se librara no ya de la timidez, sino de una repre-sión profunda y malsana. Casi sin pensarlo, porque de hacerlo no hubiera resultado así, me abrazó cuando le daba la espalda, acarició mi cintura con una temblorosa placidez y sus manos buscaron mis pechos para rega-larme caricias estrenadas y pletóricas. Pensé, por ello, que lo mejor era darse la vuelta, buscar sus labios, desabrocharle la camisa y pedirle que nos fuéramos a la cama, pero de nuevo no pudo ser, otra vez pidió tiem-po, y sentí cómo descompone que una expectativa se trunque, que una pasión se enfríe, que un deseo se desvanezca. Por eso se me escapó hasta algo de furia, un atisbo de amenaza, una queja de desconcierto. No tenía que encontrarme aquí, allá se las apañara tal hombre con sus tormentosas represiones, que una, hecha ya mujer resuelta, no estaba para sentir la humillación del rechazo y hasta ponerse en cuestión.

Más la palabra, que él usaba con diligencia ?aunque se confundía sin saber si es que no explicaba bien las cosas o es que yo no las podía entender?, la palabra salvaba la situación y volvía a acercarnos con una complicidad cariñosa. Así avanzaba la noche, sin que todavía sus labios hu-bieran besado nada más que mis mejillas y solo se hubiera rozado la piel vestida. Le convencí entonces de que lo mejor era dormir, que no tuviera reparo ni preocupación alguna, ya que compartiríamos la cama para se-guir hablando hasta que el cansancio nos abriera las puertas del sueño. Y el accedió, me dijo que se daría una ducha y que pusiera algo de música si me apetecía mientras tanto.

Apagué la luz y sentí sus pasos titubeantes hasta que retiró con ordenada parsimonia la sábana, solo lo necesario para acostarse en el lugar que le dejé sin saber, claro está, si era donde habitualmente dormía. Permanecí inmóvil y en silencio, dejándole hacer, y, cuando rozó mi espalda desnuda, buscó el calor de mi cuerpo y se fundió en un abrazo que pare-cía rescatado de las cárceles del deseo. Ahora sí, ahora sí podía darme la vuelta y buscar sus labios, y encontrarlo dispuesto, y darme, y tenerlo, y fundirme con él para hacerlo dichoso y libre conmigo. Por tercera vez nada, tampoco fue posible. Es más, cayó en un pesaroso desconcierto porque no podía hacer lo que quería, aunque yo pensaba, sí, que él no tenía voluntad de hacer lo que decía que no podía. De modo que resolví dormir, no sin antes serenarlo, hasta que, por la mañana, cuando las primeras luces del día me despertaron, él ya no estaba en casa y había dejado una nota junto a la cafetera: «Te he esperado toda mi vida, así que no te rindas, pero dame tiempo».

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