Cuenta y razón

El que la hace la paga

  • Penas. La idea de la necesidad del escarmiento estaba tan profundamente arraigada en la sociedad que no se concebía una arcadia social sin la existencia del castigo despiadado del reo

El que la hace la paga

El que la hace la paga / Ruz (Almería)

En 1980, cuando leía un original sobre los robos perseguidos por la Santa Hermandad toledana para ilustrarlo, me encontré con que unos penados a galeras, desde la cárcel de Cuenca iban a la de Toledo para salir con otros muchos hacia su embarque en Valencia; no comprendía que a aquellos presos, que bien podrían haberse sumado a la cuerda en el camino, se les obligara a andar leguas y leguas para deshacerlas luego... Ante mi extrañeza, don Fernando Giménez de Gregorio, el autor del trabajo, no tardó en sorprenderme en forma -él tan correcto- y fondo: !Para joderlos!

Y entonces reparé en que la pena tenía antiguamente mucho, por no decir todo, de venganza por parte de la sociedad. Hoy posee un significado distinto, busca la reinserción del penado y el devolverlo recuperado a la sociedad. Por eso resulta incomprensible la naturalidad con que nuestros ancestros acogían el maltrato al delincuente. Rollos, picotas, horcas, jaulas y sambenitos, fueron siempre los objetos con los que se expuso al escarnio público, como una pena añadida, al reo ya fuera vivo o muerto. Más discretas, pero terribles, eran las penas que se cumplían por tierra -obras, canteras y minas- por mar -galeras- y por aire... ninguna, seguramente por no hallar con qué.

Tanta actividad represora ha generado un amplísimo catálogo de los instrumentos y métodos con los que la sociedad castigó a los transgresores de sus normas, así como un infinito historial de casos del que ahora entresaco un par de ellos relacionados con nuestra tierra almeriense. A mediados del siglo XVII don Jaime Manuel de Cárdenas Manrique de Lara, V duque de Maqueda, siendo cuatralbo -almirante- de las Galeras de España y hallándose con su flota fondeada en Málaga, dispone, "con objeto de no tener ocioso al personal, un viaje a Palma de Mallorca".

Toman los penados los remos y las naves ponen proa a levante, llegando pronto a la vista de Almería; repara el duque en la Alcazaba y recuerda que él es su alcaide por delegación y gracia que los Reyes Católicos hicieron a su tatarabuelo don Gutierre de Cárdenas, al tiempo que le dieron en señorío la taha de Marchena compuesta por Huécija y sus pueblos. Manda el duque disparar unas salvas de saludo y la fortaleza no tarda en responder la cortesía con la misma pólvora, nunca mejor dicho, del rey.

Rema que te rema, supliendo la ausencia y la flojera de los vientos, tras una travesía de cuatrocientas millas, llegan por fin a Palma de Mallorca sin novedad, por no decir "felizmente", como tampoco, por no hacer burla de aquellos remeros, calificaré de "feliz" su estancia en aquel puerto. Una estancia corta, como cortos serán los fondeos de Valencia, Barcelona, Orán... y los de todos los puertos a los que se le ocurra al señor duque cuatralbo llevar la flota, con el único objeto de no "tener ocioso al personal", a los forzados, de hacerles recordar con cada golpe de compás del cómitre, con cada palada del remo, que allí estaban purgando las penas por sus delitos.

Ahora toca saltar de la mar a tierra, cambiar de siglo y tratar del caso de don Francisco Cuenca Ibáñez, alcalde de Adra entre 1884 y 1886. Lo poco que de él conozco se lo debo al rastro cultural y genético que ha dejado: el afán investigador de su hijo Francisco Cuenca Benet, periodista y biógrafo de artistas y autores andaluces, y la sensibilidad poética de su bisnieta Victoria Cuenca Gnecco. Por la valía de estos descendientes sé que fue muy buena su labor de regidor. Y para el historiador no pudo ser mejor.

Más discretas, pero terribles, eran las penas que se cumplían por tierra

Tenía don Francisco la buena costumbre de no delegar, la de leer los oficios y escribir en el reverso el borrador de la contestación, solventando así el divorcio de la pregunta y la respuesta, viajeras siempre en cartas distintas y en direcciones encontradas hasta que nuestro alcalde, como si de un precursor del correo electrónico se tratara, consiguió el milagro de hacerlas vivir y viajar juntas. En 1885 recibe Cuenca un oficio desde Cerro Gordo, por el que se le comunica haberse declarado allí el cólera en el batallón de penados que trabaja en la construcción de la carretera de Almería a Málaga y se le pide el envío urgente de algún médico. Su respuesta, que cito más o menos de memoria, es demoledora.

Les viene a decir "que habiéndose declarado también el cólera en Adra y necesitando todos los facultativos, no puedo enviar ningún médico para los penados en detrimento de esta población honrada ". Es decir: que si a alguien le tenía que tocar la muerte por falta de asistencia médica, todas las papeletas del sorteo las tenían los penados y ninguna los vecinos de Adra. Y esto lo decía un hombre como don Francisco Cuenca Ibáñez, seguramente sensible y bueno, federal y masón. Y es que la idea de la necesidad del escarmiento estaba tan profundamente arraigada en la sociedad que no se concebía una arcadia social sin la existencia del castigo duro y despiadado del reo. Eran aquellos los tiempos en que de verdad se purgaban las penas. El que la hacía, la pagaba.

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