Los colores del incendio | Crítica

Viejo y pesado academicismo empoderado

Una imagen del filme de época dirigido por Clovis Corvillac.

Una imagen del filme de época dirigido por Clovis Corvillac.

Al cine francés le gusta la literatura de Pierre Lemaitre en tanto que le posibilita recuperar ese trazo de qualité y recreación histórica que aún hoy sigue cotizando en la taquilla como el cine de toda la vida. Tras el éxito de Nos vemos allá arriba y su nutrida cosecha de César en 2017, le toca ahora el turno de la (auto)adaptación a Los colores del incendio, que viaja hasta la Francia de finales de los 20 y los primeros 30 con la amenaza nazi y Vichy en el horizonte para desplegar una cansina trama de poder, engaños y venganza (femenina) ambientada en el mundo de las altas finanzas, la industria aeronáutica y el empuje de la prensa como cuarto poder.  

En su epicentro, una madre culposa (Léa Drucker, una vez más el verdadero sostén de todo el entramado) de un hijo discapacitado organiza su particular plan de revancha contra aquellos que la han desposeído y expulsado de la empresa familiar, un plan que la llevará hasta las mismísimas puertas del Tercer Reich entre alianzas secretas, arias de ópera interpretadas por Fanny Ardant y juegos de espionaje propios del cine de género, romance interclase incluido.

Lastrada por ese academicismo pesado que se toma demasiado en serio sus materiales incluso cuando apunta a lo contrario, Los colores del incendio se pierde y dispersa en sus propias tramas cruzadas sin oportunidad para ahondar en los personajes, especialmente en esos antagonistas masculinos a los que Poelvoorde y Gourmet no consiguen rebajar de la caricatura.