Aby Warburg y el pensamiento vivo | Crítica

Una nueva topografía

  • Un volumen de estudios críticos en el que participan filósofos, filólogos e historiadores propone reevaluar la impronta de la obra y el legado de Aby Warburg en la cultura europea

Aby Warburg (Hamburgo, 1866-1929) en 1912.

Aby Warburg (Hamburgo, 1866-1929) en 1912.

Aunque ampliamente reconocida, la figura del historiador alemán Aby Warburg –hamburgués de corazón, judío de sangre y florentino de alma, según la célebre definición que hizo de sí mismo– ha sido en buena medida opacada por la creación de su Biblioteca, base del Instituto que lleva su nombre y se integró en la Universidad de Londres después del traslado de los fondos originales desde la ciudad hanseática, tras la conquista del poder por los nazis. Miembro de una familia de banqueros que sufragó sus investigaciones y le permitió dedicarse por completo a ellas, Warburg fue un hombre singular, tan brillante como excéntrico y en ciertos aspectos visionario, pero la indudable relevancia de su obra, señala la filóloga Monica Centanni, clasicista y experta en su legado, ha sido “reducida a la historia excepcional de un acaudalado estudioso diletante”, cuyos “laberintos mentales” serían fruto de sus desarreglos o incluso del desvarío. Al mismo tiempo, ese perfil poco convencional lo ha hecho atractivo –después de la desatención vino la moda– sin necesidad de conocer en profundidad su método ni las implicaciones de su pensamiento. Más allá de la labor posterior del Instituto Warburg, uno de los centros más importantes del mundo en su ámbito, lo que interesaba a su fundador era no sólo o no tanto el resurgir del mundo clásico en la edad del Humanismo –materia que abordó en El renacimiento del paganismo– como la historia de su continuidad y pervivencia a largo de los siglos.

La “imagen sombría y enfermiza” de Warburg es confrontada con su cara más luminosa

Coordinado por Centanni, autora del extenso y razonado texto que le da título, Aby Warburg y el pensamiento vivo –publicado en España por Siruela, que tiene asimismo en su catálogo el Diario romano del crítico alemán, escrito con su discípula Gertrud Bing, y sus Recuerdos del viaje al territorio de los indios pueblo en Norteamérica– recoge once ensayos de autores italianos (entre ellos Giorgio Pasquali, Mario Praz y Giorgio Agamben) o italianizantes (la propia Bing, Kurt Forster) que abarcan desde los años treinta a los comienzos del nuevo siglo. Es por lo tanto un recorrido por la recepción de las ideas warburgianas en el país transalpino, pero el propósito de fondo, lo deja claro la editora, se orienta a una reivindicación de su genuina “herencia intelectual” frente a la tergiversación a la que ha sido sometida. En la estela directa de Warburg, a la que no fue ajeno Cassirer, se sitúan los estudiosos de la iconología Erwin Panofsky –no exactamente un continuador– y su discípulo Edgar Wind o colaboradores como Fritz Saxl o Bing, quizá la más fiel al maestro. Pero fue otro aparente seguidor de Warburg, Ernst Gombrich, director del Instituto entre 1959 y 1976, quien más se alejó a juicio de Centanni del proyecto original, en favor de un concepto restrictivo de la historia del arte. Consagrado en su tiempo como el principal intérprete de Warburg, a quien dedicó una influyente Biografía intelectual que incluía valiosos materiales inéditos, Gombrich se distanció de hecho de su pensamiento, hizo una lectura tendenciosa de su obra y no eludió expresar su falta de sintonía con el biografiado, de quien resaltaba la “debilidad nerviosa” y su lucha con los demonios o “conflictos interiores”.

Para el historiador alemán, la comprensión del hecho artístico va más allá de lo estético

Esa “imagen sombría y enfermiza” es confrontada con la cara más luminosa de un hombre jovial, generoso, apasionado y comprometido, libre de los vicios del academicismo, pero el discurso de la editora y el de los autores en los que se apoya se encamina a resaltar la metodología de trabajo de Warburg y su en parte orillada contribución a los studia humanitatis. La traditio de la Antigüedad no remite en Warburg a un bloque homogéneo y canonizado, sino dinámico y en perpetuo movimiento, sujeto a una originalísima mirada que se hace visible en la ordenación de la Biblioteca, reveladora de un itinerarium mentis que no se caracteriza sólo por los cruces entre disciplinas. Para Warburg, la comprensión del hecho artístico va más allá de lo estético: la historia y la filosofía, pero también la antropología, la religión y el pensamiento simbólico y mágico, incluidos el “mundo oscuro y demoniaco” del esoterismo y la pseudociencia de la astrología, ofrecen herramientas necesarias. Ante esa apertura de campo, el celo de los “guardianes de las fronteras” se revela estéril e infecundo. Y por otra parte, frente a la ortodoxia de los formalistas estrictos, las imágenes no pueden juzgarse aisladamente. Hay que entender que se inscriben en un repertorio de motivos y fórmulas que del mismo modo que los textos –los documentos visuales dialogan con los escritos– aportan constelaciones de sentido. Puesto que el arte es expresión de cultura, interesan tanto las obras maestras como las consideradas menores o incluso las no artísticas, enmarcadas en un contexto que presta atención a lo pequeño –“El buen Dios habita en los detalles”– y alumbra en fin una “nueva topografía”. Esa aproximación total, sugiere Centanni, fue la gran lección de Warburg y no todos los herederos han estado a la altura.

Exposición de los paneles que conforman el 'Atlas Mnemosyne'. Exposición de los paneles que conforman el 'Atlas Mnemosyne'.

Exposición de los paneles que conforman el 'Atlas Mnemosyne'.

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