La primera noche que pasé en el centro pensé que no vería salir el sol. Pero, claro, venía de la Vega, donde con escuchar el ladrido de un perro a lo lejos ya me ponía nervioso. Por suerte, a todo se hace el cuerpo y se aprende a vivir con el bullicio. También es que yo no resido en todo el meollo y lo de aguantar las ordinarieces de los cuatro borrachos de turno de madrugada no es para tanto. Ahora, cuando anualmente todos los tunos de España invaden mi calle durante una noche, ganas de tirarme por la ventana no me faltan. Si tuviera que sufrir eso cada fin de semana, otro gallo me cantaría. Con el nuevo decreto de terrazas no va a quedar más remedio que hosteleros, vecinos y usuarios pongan de su parte. Unos, que cumplan la normativa. Otros, que no sean tiquismiquis cuando no sea necesario. Y otros, que tengan en cuenta que encima de la terraza donde hablan a gritos hay gente que intenta descansar. Suena utópico, ¿verdad? Porque lo es.

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