Análisis

Francisco G. Luque Ramírez

El club de los búhos

Parece que fue ayer cuando estaba caminando dirección a La Salada con una tapa de hueva de jibia y una gallega fresquita rondando sin parar en mi mente, pero no, ya ha pasado más de un mes desde la última vez que pude realizar mi liturgia de cada martes noche cuando terminaba mis labores en el periódico. Sin duda, era mi mejor momento de la semana. No había mejor forma de comenzar mi libranza que refrescando el gaznate en mi segunda casa, conversando con Antonio en la terraza del bar, picando a los madridistas con Gabi o planeando una visita, horas después, a Fun Corner, nuestra otra casa, con Manolo y Gorri. Cómo los echo de menos. A ellos y a su marraná de pulpo. El panorama hoy, con el confinamiento, es muy distinto. Ya no sé ni en el día que vivo, llevo sin probar la cerveza semanas y mi tradición de ir cada martes a este feudo gastronómico zapillero está totalmente anulada, como es evidente. No nos queda otra que tener paciencia y esperar, aunque se está haciendo largo. Muy largo. Esta cuarentena obligada por el estado de alarma, debido a la crisis sanitaria del coronavirus, nos ha cambiado la rutina a todos. Antes tenía poco tiempo, y no es que lo invirtiese en cosas muy productivas tampoco (nada de gimnasios, yoga o cursos de marketing), pero disfrutaba, que también es importante. Tenía mi tiempo de trabajo y de ocio muy bien organizado. Por suerte, hace un par de semanas encontré otra barra, en este caso imaginaria, a la que pegarme cada noche y que me está permitiendo que un trago en buena compañía siga siendo mi momento más esperado del día. Es un club selecto, muy selecto, solamente apto para noctámbulos y cuyo logotipo es un búho, animal que fue protagonista de la primera conversación que tuve con Elo, una inesperada compañera de viajes en el silencio de la madrugada con la que se puede hablar de la vida, de poesía, de los sueños y de cuantas cañas nos tomaremos en La Salada cuando pase todo esto.

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