A Son de Mar

Inmaculada Urán / Javier FornieLes

Antonio Galindo

La labor en el aula se prolongaba en acudir a la radio, a la prensa, en viajar con los estudiantes

Leemos Antonio Galindo nos dejó la semana pasada. Al igual que su vida, su fallecimiento no ha pasado inadvertido. Suele suceder con las personas que han desplegado una influencia positiva más allá del ámbito privado. Por algo, en reconocimiento a su generosa labor había recibido el Escudo de Oro de la ciudad. Consciente de su responsabilidad y de su propia valía, Antonio fue un profesor 'serio'. Y es que estar en un aula y formar a unos jóvenes indecisos es lo más serio del mundo. He coincidido con él muchos años en La Salle y puedo decir que serio, pero no distante con los alumnos. Es una diferencia que los estudiantes captan en seguida, pues reconocen que no hay mayor respeto ni mayor cercanía que la de quienes les ofrecen un trabajo singular para cultivar sus conocimientos. Mi marido empezó a conocerlo tiempo después. Cuando La Salle tuvo que preparar un Congreso escolar sobre las Enfermedades Poco Frecuentes, que inauguraría la reina, el centro lo nombró para participar en la organización. Fue en esas reuniones continuas con Teo, con Narci o con Inocencio, donde empezó a tratarlo, a valorar el interés que sentía por asuntos dispares: la biología, los avances de la ciencia y, muy especialmente, por las letras. No por casualidad -recordémoslo-, Antonio Galindo coordinaba el Diario de los Libros. Al recoger sus diferentes actividades, nuestro Diario destacaba su labor como profesor. Quizás lleve razón. Cuando se jubiló, los dos estuvimos en una pequeña reunión, en torno a un café, en la que comentó que esperaba recuperarse y dar alguna clase de vez en cuando. En sus clases, todo se subordinaba a un fin. Procuraba hacer cosas con el cerebro, unir la teoría y la práctica. Si se hablaba de tecnología o de historia de la ciencia, la tarea se visualizaba en construir un producto, un robot, por ejemplo. Y luego la labor se prolongaba en divulgar, en acudir a la radio, a la prensa, en viajar con los estudiantes, en solicitar un premio, un reconocimiento más allá de las aulas. Para esto, Antonio Galindo no tuvo nunca que esperar a que las nuevas metodologías se anunciaran en los boletines oficiales. Lo empujaban a ello su curiosidad intelectual y el deseo de escapar de la rutina. Y la capacidad para no caer en la barbarie del especialista, para abrirse al mundo y buscar continuos motivos de interés. Nos deja, pues, un gran recuerdo y un hueco difícil de llenar

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