A Son de Mar

InmaculadA Urán /Javier Fornieles

Guerras civiles

Nuestros temores actuales tienen su fundamento, pero no son ya que la denuncia del vecino nos lleve a la bodega de un barco

La semana pasada el calendario nos colocó ante una fecha clave de nuestra historia: el 18 de julio. Pocos días antes, en 1936, los asesinatos del teniente Castillo y de Calvo Sotelo abrieron la puerta para que unos y otros pudieran saciar al fin los rencores personales o de clase.

Lo que pasó en 1936 queda muy lejos en el tiempo. Hoy la guerra civil resulta casi inconcebible mientras vemos a los vecinos tumbados en la playa, quejándose por las olas o por el calor. Pero siempre conviene reflexionar sobre lo sucedido, aunque solo sea para recordar las diferencias. Ese 18 de julio la mayor parte de los políticos vio complacida la oportunidad de acabar con el contrario. La democracia no era sino un obstáculo para imponer el fascismo o el comunismo. Se discutía solo si convenía anticiparse al adversario o aguardar a que este diese un paso en falso. Apenas una minoría -los Azaña, Giménez Fernández- entendía el valor de un sistema que respetase las leyes o que supiera establecer acuerdos con el contrario.

Nos enfadamos con los líderes actuales, pero nada tiene que ver el hastío que provocan las demagogias o sus triquiñuelas con el odio y las amenazas que se sembraron en 1936. Las disputas de hoy son un juego de niños comparadas con las que mantuvieron Negrín, Prieto y Largo Caballero, incluso en el mismo bando y en horas tan dramáticas. Las tontunas del marketing político son mucho menos peligrosas que la firme convicción de que la dictadura militar o la del proletariado eran el modo de solucionar los problemas. Nuestros temores actuales tienen su fundamento, pero no son ya que la denuncia del vecino nos lleve a la bodega de un barco o a un descampado para acabar con nuestra vida.

Vivimos épocas muy diferentes, aunque hay siempre rasgos que se mantienen. En 1936 todos sabían que el enfrentamiento se iba a producir. Lo deseaban porque creían controlar la situación -la lucha iba a durar solo unos días- y porque todos pensaban contar con las cartas ganadoras. Hoy desconfiamos de la globalización; sospechamos que las pensiones pueden quebrar o que pagaremos un precio muy alto por este continuo trampear con las normas legales establecidas. No lo deseamos, pero tampoco hacemos nada por evitarlo. Avanzamos sin duda, pero nos sigue cegando el optimismo y la confianza en que nuestros actos no tendrán consecuencias y en que todo se arreglará por arte de magia.

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