La Corona de la Reina

Silvia Segura Fernández

El retorno

Solo era el momento, los clavos de la cruz siguen escupiendo sangre pero la pérdida ya solo es un goteo, lento, suave

Brillaba el sol. Desde los ventanales del office se filtraba por los visillos del lánguido lino y las flechas de luz se entremezclaban con la pantalla como si fuera el azúcar disuelta en el café con leche, que humeante no cejaba en el empeño de ensombrecer los cristales. Las nubes, caprichosas, se obcecaban en seguir tapándolo. Habían firmado un contrato de alquiler con opción a compra. Ya llevaban más de seis meses instaladas pero no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista. Se rompió el pacto con el diablo y ese sábado cualquiera de febrero, quería volver a resplandecer, necesitaba lucir. Renacer. Demasiados días en la oscuridad, en las tinieblas de un cielo gris encapotado. La casualidad no existe, no creo en ella. Fue un accidente telefónico el que nos transportó quince años atrás. Sentados en la Plaza de los Burros, dándole vueltas a una cucharilla en el fondo de una taza con agua ardiendo desprendiendo un intenso olor a manzanilla con miel que se quedaba sin tragar, rascábamos las entrañas o permanecíamos en silencio, una quietud cómoda, solo posible con las personas correctas, inmóviles, sin sorber, disfrutando del poco tiempo del desayuno perfecto cuando la compañía lo escolta. In Illo tempore, no peinábamos canas y la piel lucía tersa sin necesidad de toxinas butolíticas ni cremas antiarrugas de dudoso resultado. Solo había pasado el tiempo. Otra ciudad, otra vida. Con las mismas ganas que aquella columna dedicada a Jesús de la Sentencia que alumbré allá por la primera luna llena de la primavera del 2008. También era Cuaresma, tiempo de ceniza, de recogimiento. Tampoco era providencia. Solo era el momento, los clavos de la cruz siguen escupiendo sangre pero la pérdida ya solo es un goteo, lento, suave. Una quimera pensar que somos los mismos. Las rosas, sus espinas, las heridas, sus vendas, las cicatrices, las obras de arte que dejan antes los ojos correctos, nos hacen distintos pero permaneciendo inalterable la identidad, la impronta de cada cual. Con la misma esencia, moriré siendo Reina, sin corona. Ahora ilumina su pequeña cabeza, las piedras preciosas se hacen diminutas ante su belleza descomunal y vuelven más rubias las ondas de su pelo, en ella lucirá siempre. Solo por eso, que ya es todo, habrá merecido la pena.

Con R de Reina

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