Ocho apellidos marroquís | Crítica

Subirse al moro

Michelle Jenner, Elena Irureta y Julián López en una imagen del filme.

Michelle Jenner, Elena Irureta y Julián López en una imagen del filme.

La franquicia ocho apellidos llega siempre tarde a la posible verdadera mordiente de sus chistes incorrectos y su voluntad de parodia nacional en clave socio-política. Justo cuando hubiera tocado hacer o rehacer la versión catalana, los creadores, o sea, Mediaset, han decidido que es el turno ahora poner en solfa a los cayetanos cántabros y su entrañable facherío de banderita y mocasín a propósito de ese racismo voxita que rechaza a los inmigrantes, especialmente a aquellos de origen árabe. 

Servido una vez más el sainete entre estampas de costumbrismo de brocha gorda y una nueva trama romántico-familiar que no se sostiene de la misma forma que no se sostenían las anteriores, Ocho apellidos marroquís viaja a Esauira para convertir a nuestros neandertales conserveros y golfistas en ciudadanos reciclados dispuestos a combatir, ahora sí, los prejuicios y la xenofobia, y defender con contratos por delante la integración del buen y simpático inmigrante de patera (la escenita se las trae) en aras de la convivencia y el amor multicultural.

Pero claro, hasta llegar a la moraleja políticamente correcta y correctora, hay que atravesar todo un desierto de ideas cómicas y chistes de dudoso gusto apenas sostenidos por la pericia gestual de Julián López y el modo libre de una Elena Irureta que se arroga todo el protagonismo como viuda-madre-suegra-empresaria por la que pasa todo el proceso de conversión sin que le cambie el gesto y la inocencia propias de la estupidez y la ignorancia.