Por algún motivo, el Almería lleva algunas semanas anunciando descuentos en su tienda oficial. Entre los últimos, en la ropa de portero. Me llamó la atención. Uno hace su deporte y le gusta ir equipado. Y, si es con prendas de su club, mejor. Por eso, pinché en el enlace con la esperanza de que ese 50% de descuento me diera un empujón para hacerme un autorregalo. Todo se derrumbó en segundos. Lo que tardé en comprobar que el precio original de las camisetas era de ochenta euros y que, por tanto, la rebaja no me iba a librar de pagar cuarenta. Casi nada. Conforme entré a la web, me marché, recordando por qué hace años que no adquiero la equipación original de ningún club. Volví a trasladarme a aquella tienda oficial del PSG en los Campos Elíseos cuando, en mi viaje a París, curioseé con el fin de ver si podía picotear algún recuerdo. Imposible. Las camisetas estaban valoradas en función de la importancia del jugador. Desde los ciento y pico euros si querías el dorsal de Draxler hasta los casi doscientos euros para adquirir la de un recién llegado Neymar. Abandoné la tienda resignado, expulsado de ese fútbol elitista mientras decenas de asiáticos derrochaban junto al mostrador. Sorprende que la burbuja de las camisetas de fútbol no haya explotado todavía. Lejos quedan esos años en los que podías llevar puesta tu equipación favorita para restregarte por campos de tierra mientras la maltratabas con agarrones e impactos de Mikasa. Luego, una vuelta por la lavadora y, al día siguiente, como nueva. Y a un precio asequible. Ahora, te dejas un pico para comprarte una equipación y, si te descuidas, al primer lavado se despegan cuatro pegatinas y se decolora el escudo. Las camisetas de fútbol ya no son para jugar al fútbol. Ahora combinan mejor con vaqueros ajustados y una chaqueta de diseño. Artículos de lujo que aceptaríamos encantados si, al menos, se normalizasen en bodas o entrevistas de trabajo en lugar de la incómoda etiqueta. Pero ni eso. Menuda inversión.

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