Aprovechando la feliz cercanía de la noche de San Juan, para la que apenas queda ya un mes, podríamos establecer un paralelismo entre la temporada del Almería y el conocido ritual de caminar descalzo por las brasas de la hoguera agonizante, solo apto para valientes e incautos -ambas cualidades casi siempre potenciadas por el alcohol-. El curso rojiblanco ha sido eso, un caminar por un suelo ardiente, irregular e impracticable, un sufrimiento, una actividad destinada a insensatos, una lucha que, a diferencia del tramo de ascuas, no parecía tener fin. Hoy, ya sí, podemos decir que ese momento ha llegado. A eso de las ocho y media de la tarde dejaremos de ver a estos futbolistas aberrantes, dejaremos de visitar este estadio desangelado y dejaremos de traducir nuestras semanas en jornadas fatídicas. Y la paz mental que eso genera no la sabe nadie más que nosotros mismos. Se acabaron las derrotas, las frustraciones, los enfados, los onces repetitivos, los entrenamientos en vano, las publicaciones banales en redes, los controles fallidos, las ocasiones clamorosas erradas, los centros a ninguna parte, las faltas a la barrera, los córners cortos, los rocambolescos goles en contra, la indigna forma de defender, la ineficaz salida de balón, las palabras vanas, las palabras insultantes, las palabras monótonas, las palabras mentirosas, las palabras en sí. Se terminó todo. Será por muy poco tiempo. Mucho menos del que merecemos. La voracidad que caracteriza al fútbol actual, exprimidísimo para obtener hasta el más mínimo beneficio, hace que los veranos ya no lo sean tanto y que a mediados de julio los clubes empiecen con la perorata de la pretemporada. Ahí volverán los quebraderos de cabeza y, lo peor, las ilusiones renovadas. De momento, quedémonos con que, por ahora, ya está. Podemos respirar. Concluye esto. Es absurdo aficionarse a algo que terminas deseando que se acabe. El ser humano y sus cosas.

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