Comunicación (im)perinente

Francisco García Marcos

Agua, azucarillos y Aguardiente

Mientras les proponía invitarlas a un anís, el Pablo dispuso el bebedizo con disimulo debajo de la barra

La Isa llega caminando con garbo y poderío en dirección al aguaducho. Blusa blanca, mandil llamativo, falda de lunares, pañuelo en la cabeza con clavel y mantón de Manila sobre los hombros, la Isa lleva el uniforme completo de maja de Goya que tanto disgustaba a Jovellanos. Su aya, la señá Rocío, la sigue a cierta distancia, moviendo dubitativa la cabeza. A la niña le conviene un apaño matrimonial, ahí en la capital, para asentarse con tranquilidad, como una señorona. Pero no hay quien la convenza, está empecinada en que es de más merecer, de un ministerio como mínimo. La Isa se queja del calor sofocante de agosto, incluso durante la noche. La moza se acoda en un extremo de la barra, con la mirada perdida en el fondo de la explanada, como dejándose perder en un sueño indescifrable para los demás. A lo lejos suena la música de la verbena de San Lorenzo. El Pablo le sirve un escueto vaso de agua. No hay más. Sabe de sobras que las mujerucas andan flojas de crédito. En esto aparece el Ignacio, el casero de la Isa y la señá Rocío. Se hace el encontradizo, pero contaba con que ellas estarían allí. Esa misma tarde había dado un bebedizo a la señá Inés, la compañera del tabernero, para que lo mezclase en las copas de las mujeres. Estaba dispuesto a seducirlas a las dos, sin mayores preámbulos. El Ignacio se caló la gorra a cuadros, se metió las manos en los bolsillos del chaleco y se dirigió a ellas con gesto gallardo. Sus botines retumbaban en el suelo, brillantes a la luz de la luna. Les recordó que le debían varios meses de alquiler, aunque de inmediato apostilló que no iban hacer cuestión de eso ahora. Mientras les proponía invitarlas a un anís, el Pablo dispuso el bebedizo con disimulo debajo de la barra. Brindaron, sin demasiado convencimiento, por la penúltima ronda. De repente, el Pablo y la Inés miraron lívidos la escena. Habían confundido las copas A Ignacio le entró un sopor plúmbeo hasta quedarse dormido, acurrucado contra el aguaducho. Los otros cuatro decidieron dejarlo ahí. Se enfilaron hacia la verbena que todavía resonaba con fuerza a lo lejos. Cuando despertó a la mañana siguiente, al Ignacio le habían robado la cartera y la ropa. La Isa continuaba buscando pretendiente de postín, la señá Rocío seguía moviendo la cabeza, Pablo e Inés preferían ni acordarse de la noche pasada.

Lo peor del asunto es que, cuando se rememore este episodio en el siglo XXII, no se recordará como el libreto de una zarzuela chusca, sino como un retazo de la historia reciente de la Comunidad de Madrid.

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