Afirmaba Samuel Beckett que no existe pasión más poderosa que la pasión de la pereza. Y aunque uno desconfió siempre de la negrura de los nihilistas, no encuentra en el aserto átomo de hipérbole. Todos (diré mejor la mayoría para no ofender la extravagancia de unos pocos) nos pasamos la vida comprando tiempo, rebañándolo, con el anhelo de lograr la ansiada libertad de perderlo. Siendo inclinación tan universal, extraña la mala fama que soporta. Cuna de la ignorancia, presagio de miserias, causa manifiesta de los daños que el hombre sufre... Contrasta esta andanada con las mil bondades que se asegura adornan a la laboriosidad y que, por cierto, injustamente jamás estarán al alcance de los lirios del campo y de las aves del cielo.

En el debate filosófico –que lo hay– sobre el verdadero valor de la pereza, de la ociosidad o de la holganza, ha terciado recientemente la ciencia, llegando a conclusiones sugestivas. Así, aseveran los expertos que el simple hecho de no hacer nada estimula la creatividad y fomenta la reflexión. En esos instantes, somos capaces de generar nuevas ideas y de hacer recuento de las metas y prioridades de nuestra vida. El científico estadounidense Andrew J. Smart (enEl arte y la ciencia de no hacer nada) nos descubre cómo el cerebro bulle de actividad cuando en teoría reposa.

Los investigadores han acuñado un término sofisticado para la pereza. La denominan “necesidad de cognición” y la consideran propia de personas que buscan formas estructuradas y razonadas de enfrentarse a la realidad. Hay, incluso, quien va más allá. En 2015, un estudio publicado en el Journal of Health Psychology mantenía la idea de que las personas con alto coeficiente intelectual se aburren con menos facilidad, lo que los anima a dedicar más tiempo a pensar.

No predicaré que se trata de una bendición del cielo. Pero tampoco la calificaré de emoción absolutamente maléfica. La pereza, y la ciencia lo corrobora, juega también un importante papel en el funcionamiento equilibrado de nuestra mente.

Me opondrán que olvidé su carácter de pecado capital. No se confundan. La pereza condenable de los escolásticos consiste en el hastío ante el esfuerzo que exige la obtención de los bienes del espíritu. La otra, aquella que la moral burguesa identificó con la haraganería y condenó como vicio, desde luego es ajena a la tradición católica y, sospecho, arriesga más la ganancia de los ricos que la paz de uno mismo.

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