El ser humano ha perdido la conciencia de que cuando verbalizamos algo, algún sentimiento o idea, lo que realmente estamos haciendo es ceder parte de nuestra alma a la otra persona. En un acto sencillo, banal y mundano, somos capaces de proyectar parte de aquel legado que, íntimo, nos pertenece. Esto que puede parecer un poco incongruente, no está tan desacertado. Pues, a través de la palabra, el ser humano edifica su universo más inmediato, así como la construcción del propio ser. Así pues, el lenguaje no deja de ser lo que es. La plasmación de una serie de intenciones por parte de un ser, la transmisión de sus revelaciones personales, de sus secretos más íntimos. Sin embargo, en los tiempos que corren y en este periodo que nos ha precedido, la palabra ha dejado de tener el peso y la importancia que antes sí había depositada en ella. Todos somos iguales y todos somos capaces de hacer lo que el otro hace. Pero sin darnos cuenta que al final, son unos pocos los que terminan por acometer lo que piensan y dicen; y son otros muchos, los que se quedan al borde de la frontera del silencio.

Y es quizás, ahí, donde empezó a perder su valor primigenio la palabra, como tal. Cuando dejamos de cumplir todo aquello que decíamos y la utilizábamos como un subterfugio de nuestros propios miedos y fracasos. Intentado en un ademán, de arrastras al resto de oyentes a nuestra mediocridad, para así, en un acto mitológico, igualarnos ante ellos. Dejamos atrás, el compromiso por contener en nuestro discurso cotidiano valores éticos y morales, y con ello, educar y servir a una sociedad que necesitaba de esos principios. Sin embargo, con la implantación del neocapitalismo en nuestro sistema se dejó a un lado la necesidad de lo sustancial y se priorizó lo material. Ya que, a priori, teníamos lo que realmente era importante: el dinero. Y, a través de él, todo lo demás. Era el elemento sanador y revelador que nos iba, ahora sí, a equiparar con el resto de los mortales, sin necesidad de pertenecer a ninguna estirpe o raza. O, por lo menos, nos lo hicieron creer, cuando de un momento a otro, pasamos a ser de obreros a clase media. Era lo que tenía el sistema. El discurso había dejado a un lado la palabra. Y con ella, a la sugestión o seducción del interlocutor, que era más importante que el mensaje en sí. Todos estuvimos de acuerdo, porque pensábamos que en cualquier momento nos iban a repartir la parte del pastel que nos pertenecía.

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