A Son de Mar

Inmaculada Urán / Javier FornieLes

En la puerta del colegio

Nos tememos que el acuerdo en educación se reduzca a un burdo mecanismo político para protegerse

Este año la rutina de comenzar el curso se convierte en una incógnita. Los datos sobre el coronavirus siguen sin confirmarse incluso desde el punto de vista científico. No tenemos seguridad sobre si los niños contagian o hasta qué punto se contagian, si las nuevas variantes del virus afectan a los que ya lo han pasado o si se trasmite, además, por las gotas que permanecen en suspensión en el aire. Algunas cuestiones, en cambio, sí parecen claras. Sabemos, por ejemplo, que el virus se propaga de forma alarmante en las reuniones y los espacios cerrados. Y, en esta situación, nos pilla la vuelta al colegio y la decisión de las comunidades y del gobierno de que se pueden juntar casi 30 personas en un aula durante 5 horas diarias. En medio de tanto desconcierto se produce un extraño milagro: los políticos coinciden y redactan, al menos, un acuerdo. Al margen de que la enseñanza presencial es necesaria, resulta evidente que las razones económicas priman ahora sobre las sanitarias. Los padres tienen que ir al trabajo para prolongar el veranillo económico al menos durante unas semanas. De ahí que la asistencia al colegio se convierta en obligatoria solo hasta los 14 años.

Pero hay otra razón que explica este inesperado ataque de sentido común entre los políticos. Todos afrontan un grave problema. ¿Qué va a ocurrir si se produce un contagio masivo o cuando los primeros maestros enfermen y surjan las reclamaciones? ¿A quién se culpará de mantener en un sitio cerrado a más de 20 personas cuando se prohíben las reuniones de más de 10? ¿Al director del centro, al consejero, a la ministra de Educación, al médico que niega la baja por teléfono? Para blindarse, lo más práctico en estos casos es hacer un 'Fuenteovejuna, señor': suscribir un acuerdo entre todos, enmascarar las posibles responsabilidades y delegar las culpas en los elementos más débiles de la cadena: profesores y padres. Mucho nos tememos que el acuerdo en educación se reduzca a esto: a un burdo mecanismo político para protegerse. La importancia de la economía y de la enseñanza presencial resultan indiscutibles. Pero estamos ante un problema endiablado, de muy difícil solución, al que de nuevo llegamos tarde y probablemente sin más recursos que los botes de gel, abrir las ventanas -gran aportación universitaria- y mucho marketing de mascarillas. Ojalá estemos equivocados y podamos pronto comentarlo.

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